Por: Heraldo Giordano
Estando en Basora (al-Basrah en Irak), de esto hace un largo tiempo, pero viene a mi mente con bastante asiduidad un recuerdo que nunca olvidaré. El mismo me ha marcado por el resto de mi vida. El acontecimiento fue muy sorprendente, sobre todo por el desarrollo del mismo y además porque era un momento muy especial de mi vida.
Recuerdo la hora, el sol se circunscribía cercano al mediodía (la oración del Dhuhr), mientras esperaba al almuédano, para que desde el alminar de la mezquita llamara al pueblo a la oración. En ese momento al levantar la vista, y contemplar a la distancia, pero aún al alcance de mis ojos, sobre el final de la calle, se postraba un mendigo; allí se encontraba, parecía hacerle culto extremo a la inmovilidad, y con una paciencia infinita como si la misma se hubiera acumulado por años sobre su alma, y fuera el fruto preciado, encarnado por el cultivo piadoso de su paz interior.
Yo me encontraba en un atajo del camino, entre los vendedores del mercado, diseminados por ese lugar. Esto no era precisamente lo que inquietaba mi curiosidad, sino más bien, porque al observar detenidamente aquella situación, advertía que ningún benefactor le entregaba monedas, si antes no le aplicaba una bofetada, al menos eso me pareció, desde el lugar que me encontraba.
Después que culminó la oración, encaminé mi humanidad hacía el lugar donde se encontraba este buen hombre, y constaté que realmente había observado bien, por lo que cautelosamente le pregunté:
-¿Por qué, antes de recibir una providencia, ofrece su mejilla para que el benefactor propine en su rostro una bofetada?
Pude entender de sus débiles y temblorosas palabras y con términos apenas comprensibles, algo impensado; al parecer este buen hombre, antiguamente había poseído muchas riquezas; lo había tenido todo, bendecido grandemente por la mano generosa de Dios, pero le había pasado lo mismo que a Abdulá, el mendigo ciego de Las Mil y Una Noches; aquel de los ochenta camellos, que al encontrarse con un derviche, y éste le propuso dividir los camellos e ir en busca de la montaña que guardaba numerosos tesoros de joyas y oro, donde inclusive al cargar los animales no menguaría su riqueza, una vez cargados se repartieron los camellos, pero no contento con esto quiso probar una pomada que guardaba el derviche, porque vería todos los tesoros ocultos en la tierra, probó con el ojo izquierdo y pudo ver las maravillas más cautivantes, no conforme con ello, quiso frotarse el derecho también, desobedeciendo la advertencia del derviche, de que al hacerlo quedaría ciego, pero no le creyó.
Ya ciego, el derviche entendió que la codicia le había hecho perder el sentido, por lo que se adueñó de los ochenta camellos y lo abandonó en medio del desierto.
Igual que lo ocurrido con Abdulá, por ambicionarlo todo, hoy se encontraba ciego y mendigaba para poder subsistir. Reconoció que era sumamente rico, pero por ambicionar más oro y propiedades de su familia, intentó engañar a sus hermanos, estos al darse cuenta de su cometido, se pusieron de acuerdo en desheredarlo, aunque antes de llevarlo a las afueras de la gran ciudad, quemaron sus ojos con un hierro candente.
Fue cuando me dijo:
-Jamás recibo monedas sin que antes me duela el rostro, para que ese dolor me recuerde la desmedida codicia con la que he actuado en el pasado.





