Desde el amanecer de la humanidad, el misterio de la muerte ha sido la sombra que inquieta la mente y el corazón. Nos enseñaron a temerla, a verla como un final, como el abismo donde todo lo que somos se disuelve en la nada. Pero esto es solo una percepción limitada nacida del olvido de nuestra verdadera naturaleza pues la muerte no es un fin sino un tránsito, un retorno; es una puerta hacia una luz aún más pura. Nada que sea real puede morir. Nada que forme parte de la esencia divina puede extinguirse.
Entonces, ¿qué es lo que realmente muere? Muere la forma, la estructura, el cuerpo que llevamos como vestidura temporal en esta encarnación. Lo que muere son las historias que tejimos, los personajes que interpretamos, los apegos que nos ataron a esta experiencia terrenal. Pero lo que somos en esencia, lo que vibra más allá de la materia, lo que pulsa en el núcleo de nuestro ser, eso es eterno.
En los instantes finales de la vida, cuando el cuerpo se apaga, algo sagrado sucede: el velo de la ilusión se rasga y el alma recuerda. Recuerda que nunca estuvo atrapada, que nunca estuvo limitada, que siempre fue libre. La muerte es solo el instante en que la conciencia se desliza fuera de su envoltura física. No hay fin, solo transformación.
No hay pérdida, solo un cambio de estado. Lo que llamamos muerte es simplemente el renacimiento a una realidad más amplia, más luminosa, más verdadera. Es el regreso a la totalidad. Temer a la muerte es, en realidad, temer a la vida misma. Es negarse a aceptar la naturaleza cíclica de la existencia, es olvidar que todo en el universo nace, se expande, se transforma y renace de nuevo.
Así también nosotros, no somos cuerpos que tienen un alma, sino almas que temporalmente habitan un cuerpo y cuando comprendemos esto, el miedo se disuelve. La muerte deja de ser un enemigo y se convierte en una maestra. Nos enseña el valor del ahora, nos recuerda que cada instante es sagrado, nos invita a vivir con el corazón abierto, sin miedo ni reservas, sin esperar un mañana que no está garantizado.
Esa es la verdad más profunda: somos eternos. Morimos y renacemos innumerables veces, en esta vida y en muchas más, aprendiendo y evolucionando hasta que nuestra conciencia haya trascendido todas las ilusiones y recordemos que nunca hubo muerte ni separación, que siempre hemos sido parte del Todo.
Por eso, vive con esa certeza. Ama sin miedo y abraza la vida con la confianza de que la eternidad ya está aquí, dentro de ti. La muerte es solo un sueño y nosotros somos la luz que nunca deja de brillar. Nos vamos acompañando.
Karina Holoveski
Mujer Medicina-Chamana.
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