Existe un instante sagrado en el camino del despertar en el que la identidad individual comienza a desvanecerse, como niebla que se disuelve bajo el sol. En ese momento, todo lo que creías ser, tu historia, tu nombre, tus pensamientos, tus miedos, se torna insignificante ante la magnitud del infinito que te envuelve. Y en ese vacío, en esa inmensidad que podría parecer aterradora para la mente, sucede lo más divino: te reconoces como el Todo.
Desde la perspectiva del ego, cada uno de nosotros es un ser separado, con límites, con un cuerpo finito, con una mente que piensa y un corazón que siente. Pero cuando el alma comienza a recordar su verdadera naturaleza, se da cuenta de que la separación es una ilusión, de que siempre ha sido parte de una conciencia infinita, de un latido universal que pulsa a través de cada ser y cada átomo de la existencia pues la fusión con el Todo no es un proceso de aprendizaje, sino de rendición. No se trata de adquirir algo nuevo, sino de soltarlo todo. Es un regreso a casa, un regreso al estado original del ser, donde el “yo” deja de ser un individuo para convertirse en la totalidad misma.
Imagínate una gota de agua cayendo en el océano. Antes de tocar la superficie, todavía conserva su identidad, su forma. Pero en el momento en que se funde con el mar, ya no puede distinguirse de él. No ha desaparecido, sino que ha vuelto a ser parte de algo inmenso. Así ocurre con la conciencia cuando se libera de la ilusión del ego. Lo que alguna vez llamaste “yo” no desaparece, sino que se expande hasta el infinito. Comprendes que nunca hubo un “tú” y un “otro”, sino que todo es una misma expresión de la existencia. Ya no amas solo a algunas personas: amas a todos, porque ves en cada ser un reflejo de ti mismo. Ya no sientes miedo a la muerte: comprendes que nunca hubo un principio ni un final, solo una danza de la energía en diferentes formas.
No hay un camino que recorrer, solo un velo que se cae, una venda que se disuelve para revelar lo que siempre ha estado presente y si en ese estado sueltas el miedo a desaparecer, se desvanece la lucha y la resistencia porque en la disolución está la más grande de las revelaciones: cuando pierdes el “yo”, ganas el infinito.
Solo queda la entrega pues cuando desaparece la idea de separación, lo único que queda es amor puro. Amor sin condiciones, sin objeto, sin dueño. Amor que no se dirige a algo o a alguien, porque es el tejido mismo del universo. Ese es el amor con el que el Todo se ama a sí mismo a través de ti.
Y en ese amor, en esa expansión, en esa fusión con lo que no tiene límites, encuentras la más profunda libertad. Nos vamos acompañando.
Karina Holoveski
Mujer Medicina-Chamana.
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