Las tradiciones y su transmisión oral
Según Felipe Avellanal, un anciano de 103 años le habría referido, basándose “en su extraordinaria memoria”, una narración de la que se extraen los fundamentos para señalar quién era Gil y los porqués de la veneración hacia su ánima milagrera.
Avellanal recuerda así la referencia del centenario habitante de Mercedes: “No afirmo ni niego; lo que digo pertenece a la literatura oral de mi pueblo (…) Antonio Gil era uno de los tantos campesinos que poblaban el Pay Ubre, víctima de las luchas fratricidas de nuestro pasado histórico”.
Según refiere Avellanal, el hecho en el que surgiera o se desencadenara el drama que daría nacimiento a la admiración popular por el Gauchito Gil “habría sucedido a fines del siglo pasado, cuando combatían celestes y colorados; uno de los jefes celestes era el coronel Juan de la Cruz Zalazar, de recio prestigio ganado en la guerra del Paraguay”.
“Para ese entonces -continúa el relato-, se libraron las batallas de “Cañada del Tabaco” y de Ifrán. Durante una de esas reyertas, Zalazar citó a los payubreros para que acudieran a su estancia; formó con esta gente un batallón y marchó hacia el Norte. Cruzaron el río Corrientes, tratando el coronel mercedeño de unirse a otros batallones”.
En esas circunstancias, una noche, Antonio Gil, incorporado a las huestes de Zalazar, abandonó el campamento, lo que fue notado cuando el batallón reinició la marcha, tomándose nota de su deserción. Cuando volvieron a Mercedes, “Zalazar se acordó de la ausencia de Gil cuando licenció a la gente”.
“Degüellen al desertor”
En oportunidad de un nuevo reclutamiento, el gaucho volvió a aparecer entre los hombres de Zalazar, quien lo reconvino por su deserción, aduciendo Gil que lo hizo “no por falta de coraje, sino porque creía que no debía derramar sangre de un prójimo contra el que no tenía agravio que vengar” y que además “Ñande Yara, en un sueño, le había revelado que así debía proceder”.
No obstante, el coronel no aceptó las disculpas y lo acusó de cobarde, “de dar mal ejemplo con su accionar” y llamando a varios de sus soldados lo hizo maniatar, llevarlo a Mercedes y desde allí a Goya para juzgarlo.
Como Gil tenía fama de bueno, servicial, sano y leal, su detención causó conmoción en el Pay Ubre, llegando la noticia a oídos de un coronel de raza guaraní y de apellido Velázquez, que tenía gran estima por el preso. Éste intercedió frente a Zalazar procurando la liberación de Gil, logrando que le concediera la posibilidad de que consiguiendo “20 firmas de los principales de la zona”, pondría libre a su amigo.
Logrado el aval, Zalazar cumplió lo prometido y remitió a Mercedes una orden de liberar a Gil, pero ésta nunca fue cumplida porque, en virtud de la “justicia sumaria” de esos tiempos, era común que los presos no llegaran jamás al destino de juzgamiento con la excusa de “que quiso fugarse y tuvo que ser muerto”.
Claro que la versión del viejito de 103 años que informara a Avellanal incluía hasta la relación de la conversación que el reo mantuviera con su verdugo, el sargento a cargo de la partida que lo trasladaría a Goya, destacándose en ella que Gil habría rogado que no lo mate porque “la orden de mi perdón está en marcha”.
Poca sustancia tuvieron las palabras del condenado -entoncesya indultado- para la conciencia del sargento, que mantuvo la orden de muerte aun cuando Gil argumentó “vos me estás por degollar, pero te digo algo: cuando llegués a Mercedes, junto con la orden de mi perdón te van a informar que tu hijo se está muriendo de mala enfermedad y como vos vas a derramar mi sangre inocente, invócame para que interceda ante Ñande Yara por su vida, porque suelen decir que la sangre del inocente sirve para hacer el milagro”.
El verdugo carga su propia cruz
Ni eso ablandó al sargento y Gil sucumbió al filo de la degollina. “Cuando regresó la partida, se recibió la confirmación de lo dicho por Gil y el sargento desesperado lo invocó para que le salvara la vida al hijo moribundo”, narra el testigo de Avellanal.
El chico se salvó, por supuesto, y el matador, arrepentido, “fabricó una cruz de ñandubay y la llevó al hombro, a pie, desde la ciudad hasta el lugar en que había hecho degollar al gente Antonio Gil”.
Hasta ese sitio llegan cada 8 de enero, o los viernes santos, multitudes que desean testimoniar su gratitud al “Gauchito Antonio Gil” o su esperanza en su influencia ante Dios. Unos van a cumplir con su promesa; otros a efectuar alguna. Todos con esa convicción que tiene mucho de la fe, que es base de las religiones.
Un pueblo ha canonizado sin ceremonias pomposas y sin la espera de cientos de años para reunir datos y certificaciones a quien consideran milagroso.
De regreso a sus lugares de origen extenderán la creencia en el legendario personaje “de los campos del Pay Ubre”, ya sea oralmente, o exhibiendo una cinta roja con la estampa donde se reproduce la posible imagen del gauchito o poniendo una frase de gratitud en el vehículo, en el hogar o en el negocio del favorecido con la gracia.
El martirio de un hombre simple y su posterior muerte generaron en sus coterráneos primero y entre la gente de provincias como Misiones, Formosa, Entre Ríos, Santa Fe, Chaco y aún otras que no son de la Mesopotamia o el Litoral, la aceptación del hecho milagroso.
Y como lo señala el referido Felipe Avellanal, “hay algo más:en épocas de dura obediencia y degradante servilismo, que era el común denominador, Gil quiso ser un hombre, pero su propósito sólo se consumó con su muerte”.
(Artículo publicado por PRIMERA EDICIÓN el 8 de enero de 1993)
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