Señora Directora: A lo largo de la última década, América Latina parece estar dando un retroceso en el avance de los pueblos que se logró con justicia en los diez años anteriores. Y?los golpes de estado han vuelto a aparecer en la región, aunque esta vez disfrazados de legalidad e institucionalidad.A Manuel Zelaya, en 2009, en Honduras; y Fernando Lugo, en 2012, en Paraguay, se suma ahora el derrocamiento de la presidenta brasileña Dilma Rousseff, pese a haberse demostrado, mediante una comisión especial de investigación de que era inocente en cuanto a las denuncias de corrupción hechas contra ella y motivo de la suspensión que sufrió en mayo pasado.Todos estos casos tienen denominadores comunes, ya que fueron desplazados del gobierno mediante juicios políticos en donde la voluntad de unos pocos se impuso por sobre el voto de cientos de miles o millones de ciudadanos de cada país. Ello en base a justificaciones políticas que poco asidero tenían con la realidad. El caso de Dilma es, quizás, el más escandaloso y extremo: 61 senadores voltearon a una mandataria que llegó al gobierno 20 meses antes con el respaldo de 54 millones de brasileños, un verdadero escándalo donde primó el interés político-económico a la voluntad popular; tal también ocurrió en Honduras y Paraguay.Lo “novedoso” es que en estos tres bochornosos hechos aparece la intromisión del Departamento de Estado yanqui –más o menos evidente, según el caso– y una multiplicidad de intereses económicos y de grandes grupos de poder que definieron la decisión política.Lo que vino después en los dos primeros y el cambio que también ya se ve en Brasil, evidencian claramente ese propósito de preservación de privilegios y negación de lo popular y sus derechos.





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