Puedo imaginarla de niña, especialmente cuando ríe y agacha un poco la cabeza. Mientras me cuenta su historia, la visualizo detrás del carrito ambulante en la costanera posadeña, ofreciendo el algodón de azúcar que es debilidad de todos los chicos y que a ella, literalmente, le dio de comer durante años. Me la puedo figurar con su conservadora al lado del arenero a la espera de los nenes sedientos en busca de una gaseosa fría, o en el Festival del Litoral, llevando y trayendo los pedidos encargados por el público. Así transcurrió la infancia de Adela Milanich: ni buena ni mala, fue la que le tocó, la que le permitió ver “la otra cara” de la vida en la calle y que según su particular visión optimista, le dio experiencias suficientes como para sostenerse sola en Corrientes, a donde se mudó a los 17 para estudiar Abogacía. Adela tiene 33 años y lejos está del prototipo de mujer del Derecho montada en tacos y trajecitos entallados. Por el contrario, la simplicidad de su atuendo contrasta con la complejidad de su trabajo en el Hogar San Francisco de Posadas, donde se encarga del asesoramiento legal y la contención de mamás adolescentes que llegan cursando un embarazo en medio de la soledad y el desamparo. Emociona cuando cuenta de qué manera le nació esta búsqueda que la marcó para siempre. Un plato de comida Adela es hija de una familia humilde que aprendió a buscar el sustento con la venta ambulante. Su papá fue músico, cartero, pero sobre todo, vendedor “de lo que fuere” en la vía pública. Ella lo acompañó desde chiquita y aprendió el oficio. Cuando terminó el secundario sabía que su familia no iba a poder sostenerla en otra ciudad, pero también se sabía poseedora de las herramientas que le iban a permitir mantenerse sola. Fue empleada doméstica y después, vendedora de juguetes inflables en la costanera correntina. Con esto y la ayuda de mucha gente que le tendió una mano, logró ir avanzando en sus estudios en la Unne. “Abajo de un departamento en el que vivía se instalaba un señor en situación de calle que me generaba mucha inquietud, no podía pasar simplemente por al lado sin ayudarlo. Era muy mayor, estaba muy abandonado, y un día me decidí y le ofrecí un plato de comida”, recuerda. Ese ser humano abandonado pasó pronto a tener nombre y apellido para ella: Francisco Escalante, una persona, un igual, y no fue el primero. Después se involucró en un grupo juvenil de la iglesia que se dedicaba a atender a las personas en situación de calle con abrigos y alimentos, recorriendo la ciudad durante las frías noches de invierno. Volver a Posadas con su flamante título universitario le significó empezar todo de nuevo, aunque ya plenamente consciente de que lo suyo era ayudar al que está “en la lona”, a quien no tiene nada. El hogar en el que trabaja pertenece a la Asociación Jardín de los Niños y en este momento alberga a cinco mujeres con sus chiquitos. Antes estuvo como activa colaboradora de Tupá Rendá, y desde que volvió de Corrientes integra una entidad civil religiosa denominada Grávida, que ayuda a todas las mujeres solas a enfrentar la llegada de un hijo. Su vida no se completa sin esta permanente acción solidaria que va más allá de la colaboración esporádica, porque de hecho, es su actividad principal. El círculo de la vidaEn el Hogar no sólo hace lo que formalmente le corresponde. Como todas las demás colaboradoras y la propia directora, su día a día transcurre haciendo de nexo entre las necesidades de las mamás y sus bebés, y las dependencias públicas y privadas que pueden aportar ayuda. Se sabe todos los teléfonos de todos los despachos y su delicada insistencia, más la capacidad que tiene para reflejar sin dramatismos pero con realismo la situación de las chicas, logra que aparezcan los pañales, los remedios, la leche, los juguetes, la ropa, en una tarea que no cesa porque apenas se cubre una demanda, aparece otra, y otra, y otra. También acompaña a las mamás a vender en ferias y espacios públicos los dulces y panificados que elaboran para procurarse un ingreso mínimo que les posibilite seguir la vida por sí mismas una vez egresadas de la institución. “Llegan desahuciadas, muchas incluso convencidas de la imposibilidad de continuar con el embarazo, y se van reconstruidas, fortalecidas, se encuentran a sí mismas en su nuevo rol de mamás”, se enorgullece Adela, que así como recuerda a Francisco Escalante, el hombre debajo del edificio, puede pronunciar, sin repetir y sin soplar, el nombre de cada una de las chicas y los casi trescientos pequeñines que nacieron en el San Francisco desde que existe la institución. Ahora mismo está ocupada tratando de conseguir elementos de limpieza, un televisor y ventiladores que aplaquen el calor del tórrido verano misionero que se siente implacable cuando uno anda con “panza”. Y aunque pasen los años, todavía no puede resistirse a parar cuando en plena madrugada encuentra a una persona con frío en alguna vereda. Ella sabe cómo abrigar el cuerpo y el alma. Por Mónica [email protected]




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