POSADAS. En tiempos en que las redes sociales parecen haberlo copado todo, Alberto Szretter, médico y escritor, aporta una reflexión para no dejar pasar.“Que la literatura posee múltiples lecturas es algo sabido. Y que los escritores también; es algo igualmente aceptado por todos. Son asuntos distintos, sin embargo. Esta separación de temas es una obviedad, pero debe ser afirmada periódicamente, porque las tintas suelen mezclarse.Los más interesados en la mixtura suelen ser los propios escritores, muchos de los cuales encuentran -parece- que su vida personal es más interesante que sus escritos. O dicho de otra manera, poetas, cuentistas, novelistas, se dan a glosar su existencia privada, relatando sus avatares, cuitas, logros y esperanzas. No, como podría creerse, para dar pistas sobre su obra, sino como expresión de su biografía cotidiana, y punto.Muchas veces sus admiradores nos alegramos, preocupamos y entristecemos con ellos al enterarnos de sus experiencias, participación en eventos, viajes, y hasta de transfusiones sanguíneas.A veces sabemos de sus publicaciones, que nos llenan de satisfacción, pero en general nos llegan noticias de que sus sobrinos promocionan jardín de infantes, o ellos vuelven a ser papás, o que se han conmovido (foto incluida) por una Santa Rita florecida de manera ostentosa, o una orquídea digna de condecoración. Todo muy bien, pero a los lectores nos gusta infinitamente más leer libros, sus libros.Las empanadas fritas los feriados lluviosos y los triunfos con sufrimiento de los equipos favoritos de fútbol, nos importan un pito. Nos interesa, en contraposición, la literatura. Nos encantan los poemas, esos versos luminosos de los misioneros, cantores del alma. No la luz de un romántico atardecer con el perfil del, o de la, escritor/a en posición de loto.Nos conmovemos con las narraciones y cuentos de los autores, y no con vistas de brindis y ponencias o encuentros, en muros del ciberespacio, que sólo sirven a la egolatría, como autocelebración o como promoción de su figura.Viene a cuento esta especie de queja ante la profusión de muestras de anécdotas personales que creo que interesan a los parientes cercanos del, de la, escriba, y a nadie más. Creemos que de un modo rápido -Internet de por medio- se fue extendiendo el impudor. La privacidad se enseña, hasta con visos de obscenidad. Un amigo tiene una teoría al respecto: a mayor tecnología menor decoro. La llama: la regla inversa del progreso.Entendiendo “progreso” como la incorporación sucesiva de metas cada vez más sofisticadas con chirimbolos y programas de funcionamiento a cada modelo más enrevesado. Y a “decoro” como respeto a sí mismo, esa cierta honra y pundonor mínimo que debemos calzar los humanos, todos: escritores o no.Que ese progreso obligue a la población en general a adaptarse a situaciones cada vez más complejas, vaya y pase; pero los escritores no tienen porqué sentirse invitados a un espectáculo cholulo y narcisista. Lo decimos, no por gravedad mal entendida, ni por pacatería de modales medidos o conservadores, y menos, alentando un secretismo tonto, o letras de élite; sino porque estamos convencidos de que la literatura, en este caso, los que escriben, no tienen que juntarse con lo pavo o soso, red social mediante. Me van a decir que Facebook no tiene nada que ver con la literatura. ¡Exacto! El problema es que los que salen ahí son escritores, por lo menos mis contactos. Y si me emocionan sus obras, me aburren sus mostraciones de cariño a las mascotas, las frases que copian (o repican) de Krishnamurti y Mandela, Luther King y la Madre Teresa de Calcuta; o las selfies con sus parejas, y el Moconá de fondo.Pongan poemas, caramba; pero propios. Y no den “me gusta” a cuanto exabrupto “new age” encuentren viralizado. No hay que molestar a los seguidores, ni tinellizar los muros de pantallas de teléfonos celulares, tablets y computadoras, con hojarasca insulsa. Hay que tener recato, un poco al menos. Cuando le comento esa mezcla de gente preparada (se supone leída, intelectual) con la mostración de sus cosas personales, a mi amigo, el filósofo sin título, aquel de la ley del progreso, me dice que la culpa es de la soledad. Están muy solos, asegura.Y los aparatitos nuevos y Facebook dan la ilusión de pertenecer a una comunidad, a un colectivo, a una amistad, a un grupo que -verdaderamente- no existe.Creen que eso es lo moderno y joven. Estiman que están conectados. Que existen gracias a eso, cuando todo es virtual, superficial, fugaz. Uno añora muy poco el antiguo álbum familiar de fotos, desaparecido para siempre, que frente a una visita estrictamente conocida, sacábamos de la cómoda, la vitrina o el estante, y lo abríamos al lado del pariente para explicarle -aburridamente- imágenes y situaciones. De modo que nos interesa casi nada ver a gente de nombre sabido con otra rara, que no tenemos el gusto de conocer, ni la vamos a conocer nunca. El lamento es que creo que los escritores pierden el tiempo, lo digo con sinceridad, al revelar sus poses, en vez de escribir. Y yo también, al ir a Facebook y (en vez de encontrarme temas de literatura aprovechando esa vía de posibilidades increíbles) hallo vista de recepciones extrañas, parrillas de domingo con asadito y el escritor que vigila canchero, observando el humo, con una copa levantada de vino, y -entre otras tonteras- interpósitas personas fantasmales mirándome sonrientes. Si vos no querés perder el tiempo, no ingreses a Facebook, y listo, me aconseja mi amigo.La literatura está en otro lado. Eso, eso, le digo al estilo de El Chavo. Creo que tiene razón.Entonces, hago un clic en “salir”.Y salgo a buscar aire, la calle, la plaza, la gente de carne y hueso: la vida, la vida real, la tangible y hermosa vida de mi pueblo, la que alimenta la literatura y la enriquece.La que también -por supuesto- está en los libros.





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