El inmenso vapor “Guaira” de aspas dobles disminuyó la marcha al llegar a Planchada Cuatro, el gran obraje de explotación maderera del Río Iguazú. Su nombre provenía justamente por estar enclavado a cuatro kilómetros de su desembocadura. El legendario y a la vez sanguinario Matiauda era su explotador. Asomados en la borda venían los mensúes provenientes del Chaco y Santa Fe quienes ya habían culminado su trabajo monumental de talar un millón de hectáreas de quebracho colorado para extraerles el tanino, por la compañía “British Depredatium & Co. Ltd.” Se bajaron con sus alforjas al hombro, las que contenían solamente tres cosas elementales para la supervivencia en montes vírgenes: machete, hacha y una Winchester doble caño. Ese día para festejar la llegada a su nuevo campamento de talado cazaron veinte antas, treinta tamanduás, quince yaguaretés, doce pumas, cuarenta venados, cien pájaros de las más diversas especies y sólo dejaron de divertirse cuando se terminaron las balas. Eran de farrear mucho los hacheros, así que cambiaron por caña los últimos vales traídos del Chaco y otro poco a cuenta de futuras ganancias en la única proveeduría, también propiedad de Matiauda. Durmieron a la intemperie esa primera noche, tirados entre los bananeros lindantes al boliche.Brutus, el obrajero más famoso, era una especie de leyenda viviente. Mataba por placer cuanto animal se le cruzase a la vez que nadie podía igualarle en las artes de talar árboles, sin importar su altura y grosor. Prefería los más gigantes para demostrar su valor y fortaleza. Era muy respetado por los hombres de manos callosas, brazos muy marcados y carácter osco como su profesión. Se había iniciado allá por los años 20 y como no sabía leer ni escribir, llevaba únicamente una libretita y un lápiz de grafito consigo para anotar con rayitas paradas cada árbol tumbado.Su paga era de un centavo por cada ejemplar, pero hasta ese momento nunca le habían abonado por que su cuenta en la proveeduría del obraje siempre le daba negativo, debiendo indefectiblemente trabajar más y más para pagar su deuda con el patrón. Él no era muy exigente, siempre se arreglaba con yerba canchada, harina para el reviro, sal, azúcar y aceite que obviamente costaban mucho en esa zona. Carne abundaba de todo tipo, ya sea por la caza diaria del placer de matar por matar animales salvajes o bien por la pesca de gigantes especímenes de surubí o manguruyú de dos a tres metros de largo. Huevos nunca faltaban, de tantas saracuras de monte. Su única distracción era al finalizar la jornada semanal de los domingos al mediodía, tomarse unas cañitas con sus amigos. Las balas de Winchester costaban unos cincuenta árboles de los grandes, así que debían cuidarlas muy bien. El motivo de estar ahí, donde comenzaba la “Selva que no tiene fin”, tal como era conocida la selva misionera, radicaba en la promesa hecha por don Matiauda de que aquél hachero que talase un millón de árboles sólo con la única ayuda de su hacha, recibiría la suma de diez mil pesos fuertes. Esa cifra no podía igualarse a nada conocido por esos hombres. Ellos jamás habían visto, y menos aún tenido entre sus manos un billete de peso fuerte. Iguazú era una especie de “Eldorado”, lugar de ensueños de muchos conquistadores españoles, para esos pobres e ignorantes hombres. Quien pudiera lograrlo sería un hombre rico y dejaría para siempre esa horrible selva llena de animales salvajes y peor aún, llena de indios y mosquitos infectados con malaria y fiebre amarilla. Ellos se imaginaban caminando con bellas jóvenes tomadas de sus fuertes brazos, por las calles de la ciudad de Buenos Aires, paseando en preciosos mateos y tranvías con botas y trajes nuevos y camisas de seda traídas de la lejana China, tomando licores importados de Escocia, tal como lo habían visto alguna vez en la revista “Caras y Caretas” en el restaurante del barco que los trajo. Los primeros diez años, Brutus que soñaba con Buenos Aires y sus preciosas señoritas, taló unos trescientos mil árboles de las más diversas especies: inciensos, loros blancos y negros, guaycás, marmeleros, cedros, cañafístolas, urundays, chivatos y unas cientos de especies más. Tras cada caída aparecían los carros alzaprimas con sus gigantes ruedas tiradas por fuertes yuntas de bueyes y se llevaban el producto de su labor hacia el río para formar la jangada que luego de armada era remolcada aguas abajo hacia los aserraderos de Posadas. Esa cantidad hizo que pronto sus oponentes desistieran de competir con él y se marcharon dejándolo solo. El único inconveniente era que cada vez tardaban más tiempo en llegar con los carros alzaprimas hasta dónde había desmontado para buscar los árboles caídos. Unas cincuenta mil hectáreas de páramo absoluto quedaron a sus espaldas. El río Iguazú era un dulce recuerdo nada más. Pero eso a él no le importaba, sólo quería llegar al millón de árboles cortados, cobrar su premio y marcharse en camarote de primera clase a su ciudad de los sueños.Veinte años después llevaba cortados unos setecientos mil árboles fruto de haber mejorado su técnica de cortado, para lograr su cometido había decidido trabajar más horas que las doce horas reglamentarias, subiéndolas a dieciséis y dejó de lado el descanso de los domingos por la tarde. A esa altura de los acontecimientos, unas cien mil hectáreas de tierra desnuda arrasada por las lluvias, dejaba apenas el basalto asomarse bajo sus pies. Producía tanto, pero tanto calor, haciendo inaguantable seguir viviendo en ese lugar. Inaguantable para cualquier mortal, menos para él que era un hombre de ley y no abandonaría jamás su épica lucha contra la selva. Por suerte ya quedaba poco monte por cortar y eso lo hacía muy feliz. El único y verdadero problema para él, era la tremenda soledad vivida en esos años en su noble tarea. Primero desaparecieron los animales terrestres, después los pájaros, por lo que no habiendo razón para mantener su viejo Winchester, decidió dejarlo tirado en un campamento. A veces le llamaba la atención como había cambiado el clima: de tener lluvias torrenciales y frescas permanentemente, pasó a ver en forma casi milagrosa algún aguacero esporádico. El calor parecía volcánico, nunca bajaba de los cuarenta y dos grados centígrados, todo según sus estimaciones por la
gran cantidad de sudor emanado de sus poros. Otro pequeño problema era que misteriosamente se secaron todos los ríos y arroyos y la única manera de conseguir agua era juntando las pocas gotitas de lluvia en hojas de los árboles, cosa también difícil de encontrar a esa altura de su trabajo. No obstante esos pequeños inconvenientes, seguía firme en su derrotero.(Continuará el próximo domingo) Perfil del autor del cuento Mario Rubén Osten • En 2013 fundó con 7 escritores locales la Asociación de Escritores de Literatura Infanto Juvenil de Misiones. Nació el 7 de diciembre de 1966. Misionero por adopción, se radicó en Puerto Iguazú con su familia a los nueve años. En 2012 editó su primer novela “El Toro y el Oso”, de ciencia ficción, creando con diseñadores gráficos y artistas plásticos los personajes del libro. Escribió también cinco temas musicales para ese libro. Esta novela fue declarada de Interés Cultural por la Subsecretaría de Cultura de la Provincia.Participa de la primera colección de cuentos infantiles de Misiones titulada Taca-Taca con su tercer libro: La Cigüeña llegó a la Chacra.





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