POSADAS. La mayoría de los argentinos cree que para lograr una alimentación saludable se debe consumir en forma equilibrada frutas, verduras, legumbres, cereales, carnes y agua. Pero investigaciones recientes y no tanto encendieron la alarma sobre los peligros de la producción industrial de comida para la salud de las personas. En Argentina, la periodista Soledad Barruti investigó durante dos años, y a través de numerosos viajes por distintos puntos del país, cómo se producen los principales alimentos de los argentinos. Esa inquietante investigación la volcó en el libro “Mal comidos” que publicó editorial Planeta y este jueves presentó en Posadas, invitada por la Slow Food y la carrera de Nutrición que dicta la Fundación Isalud en la Universidad Gastón Dachary. Recién llegada de Córdoba y casi sin dormir, Barruti habló con PRIMERA EDICIÓN sobre los alcances de su investigación que, según confió, la llevó a un quiebre en su forma de ver la producción de los alimentos. “Mi investigación partió de los alimentos que normalmente tenemos en nuestras casas, hacia dónde y cómo se los produce en el país”, sintetizó.Según reflexionó Barruti, Argentina aún se promociona como uno de los principales productores vacunos del mundo y también uno de los mayores consumidores de carne roja. Incluso algunas investigaciones trataron de dar cuenta del porqué -pese a consumir más carne de vaca que otras sociedades- esto no impactaba en forma negativa en la salud de la población. Muchos concluyeron -y eso forma parte del marketing nacional- que era porque nuestras vacas son saludables, criadas en las pampas, al aire libre y comiendo pasto verde. “Pero la carne vacuna que llega hoy a los supermercados y carnicerías del país dejó de provenir, hace ya varios años, de animales criados al aire libre comiendo pasto. Hoy, los corrales sin pastura (feedlots) son centros intensivos de engorde donde las vacas se alimentan con maíz y alimentos químicos, y como no están preparadas para comer eso en vez de pasto, se les suministra complementos químicos, hormonas y antibióticos para contrarrestar. Son vacas infladas”, advirtió. Malas condiciones Algo similar sucede en los criaderos avícolas, donde las gallinas se amontonan bajo la luz artificial para que coman durante más horas al día y puedan completar su ciclo de crecimiento en tiempo récord. “Observé además en estos criaderos avícolas y vacunos -y he visitado bastantes- un trato aberrante hacia los animales y pésimas condiciones laborales de los trabajadores del sector. Los animales están amontonados entre sus propias heces y restos de comida, apenas se puede respirar en los criaderos… ese es el lugar donde viven los animales y trabajan los empleados del sector”, relató Barruti. El paquete es lo que cuenta En el mundo se produce más comida de la que se necesita (la distribución es tema de otro costal) y para colocarla en el mercado se aplican estrategias orientadas a que las personas aumenten su demanda. “La mayor inversión de la industria alimentaria está orientada a publicidad y packaging, en segundo lugar a la distribución y comercialización, el tercero al costo laboral (recurso humano) y en último lugar a la elaboración o producción del alimento. No es casual, entonces, que la presentación de los alimentos nos llame cada vez más la atención y tampoco que sintamos la necesidad de un mayor consumo. Las frutas y verduras son más grandes y de colores más intensos porque están alteradas genéticamente para que se vean así, en detrimento de la calidad nutricional”, alertó. Pero eso no es todo, porque Barruti denunció además el uso en la elaboración de muchos alimentos de sustancias nocivas para la salud y que hasta el momento nadie controla. Una de ellas es el Jarabe de Maiz de Alta Fructosa (JMAF) que se usa como sustituto del azúcar y es un endulzante alto en calorías, creado mediante un proceso enzimático de jarabe de glucosa que se obtiene a partir del maíz. “El JMAF está presente hoy en casi todas las golosinas, galletitas dulces y también saladas porque es utilizado también como conservante, jugos, mermeladas, yogures y cereales dulces dirigidos a la población infantil que, paradójicamente, lo que menos tienen es cereal”, advirtió.El jarabe de maíz de alta fructosa no sólo es malo para el organismo sino que, según destacó la investigadora, “tiene un componente que inhibe la sensación de saciedad en el cerebro”. Un combo peligroso en una sociedad que cada vez come más y peor, y es más sedentaria. Hacia dónde vamosBarruti recordó que Argentina está entre los cinco países del mundo que más consume gaseosas. “Los lugares que ocupamos en estos rankings deberían preocuparnos porque a mediano plazo tendremos una población muy enferma, con altas tasas de obesidad, diabetes, enfermedades del sistema circulatorio, entre otras. Somos lo que comemos”. “Los gobiernos de nuestro país nunca se caracterizaron por la planificación de políticas agrícolas ganaderas en función del tipo de sociedad al que se quiere llegar. Es como si las tendencias llegaran al país, aquí se las aplica y nadie se pregunta nada. Así, nos convertimos en un gran productor de soja, cuyo cultivo ocupa hoy el 60% de la tierra cultivable de nuestro país. Esa soja casi no se consume en el mercado local, se importa en su mayoría. La otra cara de esto es el impacto del monocultivo en el medioambiente y en el hecho -bien sencillo- de que si la producción de soja ocupa casi todo la superficie disponible, ¿dónde se crían las vacas y los otros ganados?, ¿dónde se plantan los otros cultivos? La fórmula vigente es menos espacio y más producción en el menor tiempo posible”, advirtió. ¿Y qué comemos?Barruti admitió que mientras su investigación avanzaba, empezó a sentir que no había manera de salir de ese círculo vicioso. “Después de visitar los centros de engorde de animales me convertí en vegana”, ironizó. Pero comprendió rápidamente la necesidad de buscar alternativas, incluida la huerta familiar y la compra de los alimentos en forma directa a los pequeños productores. En ese sentido, destacó que “en Misiones tienen un interesante circuito de ferias francas donde los pequeños productores com
ercializan sus productos. Eso nos acerca al producto, nos permite hablar con quienes producen lo que comemos y preguntarles cómo lo hacen. Cuanto más procesado esté un alimento, más hay que sospechar: “La manipulación de las fórmulas de alimentos procesados busca que lo que comemos encante. Para eso, se incorpora un tendal de saborizantes, ingredientes que generan texturas, colorantes, adictivos como cafeína y cantidades exorbitantes de azúcar, sal y grasas”, remarcó.





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