Muchas veces tratamos de ocultar lo que no nos gusta de nosotros mismos: los errores, las heridas, los fracasos, los miedos. Los escondemos bajo una sonrisa o los disfrazamos de indiferencia, como si al no mirarlos dejaran de existir, pero la verdad es que lo que no asumimos nunca se transforma.
Negar nuestra realidad es como caminar con una piedra en el zapato: al principio creemos que podemos seguir adelante sin problema, pero tarde o temprano nos frena y nos hiere.
Vivir de apariencias nos ata a la mirada de los demás y nos impide avanzar con libertad. El verdadero cambio empieza cuando dejamos de huir. Aceptar no significa resignarse, sino atreverse a mirarse con honestidad: reconocer que tenemos límites, que a veces fallamos, que no todo es perfecto. Esa sinceridad, lejos de debilitarnos, nos hace más auténticos y nos abre la puerta a crecer.
Cuando asumimos lo que somos, incluso lo que nos duele, algo dentro se libera. Las heridas pueden convertirse en aprendizaje, los tropiezos en experiencia, las fragilidades en una mayor sensibilidad hacia los demás. Lo que parecía una carga se transforma en un punto de apoyo para construir una versión más plena de nosotros mismos.
La verdadera plenitud no nace de la perfección, sino de la autenticidad.
El brillo que más perdura no viene de aparentar, sino de aceptar con serenidad quiénes somos. Solo así podemos cambiar, avanzar y crecer. Porque lo que escondemos nos ata, pero lo que asumimos nos libera.
Hoy te invito a que pares, respires profundo y sientas tu cuerpo. Trata de recordar eso que niegas, que solés no querer sentir, que lo juzgas como malo. Respíralo, siéntelo y acepta que también sos eso, aunque no te guste. Atrévete a mirarte de frente: lo que abrazas se transforma, y lo que transformas te hace libre. Bendiciones.
Paula Vogel
Gimnasia para el Alma.
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