José Alberto Cordoves (65) se jubiló como electricista, un oficio al que empezó a tomar el gustito cuando tenía apenas quince años. Nació en Colonia Gisela en el seno de una familia de nueve hermanos, que se estableció en Posadas tras la repentina muerte de su padre. “Ya había terminado la primaria y empecé el bachillerato, pero me hablaron de un curso de electricidad y eso me gustó más porque era un oficio con salida laboral. Mi mamá, Dionisia Rodríguez, se había quedado sola, y teníamos que trabajar para ayudar a la economía del hogar”, manifestó, recordando los comienzos en el oficio, al que considera “de mucha utilidad aprenderlo”.
Sostuvo que en aquellos tiempos “teníamos la ventaja que los patrones nos enseñaran, pero eso ya no sucede. Lamentablemente, hay pocos plomeros, pocos electricistas, pocos pintores, los saberes se van perdiendo de a poco. Y cuando uno quiere enseñar a los jóvenes, no tienen intenciones de aprender, lo toman a mal, como una ofensa. Sin embargo, es para bien porque tener un oficio vale mucho”.
Estudiando, se hizo amigo del profesor Bermúdez -ya fallecido- con quien completaba variadas prácticas para poder conocer más de cerca el oficio. “Iba en ojotas en pleno invierno, hasta que empecé a trabajar. Don Silva, profesor de la ENET 1, que trabajaba en la Dirección de Arquitectura, nos empezó a conseguir trabajos de electricidad en obras de la provincia”, contó, mientras enumeró tareas en las instalaciones en la sala de radiografías del hospital de Campo Grande, en la Dirección de Industria, en obras particulares. “En 1978 estuve en la planta de cloacas de Puerto Rico y construí una bomba sumergible para el Ejército Argentino en San Javier, además de retensar líneas en Bernardo de Irigoyen”, agregó.
Con Nilda Pereira, se casó en 1981 y en 1982 logró ingresar a la empresa del ingeniero Martin. Desde 1984 fue parte de la empresa Alvarenga, asistiendo en obras en distintas localidades, como hoteles de Posadas y Puerto Iguazú, hasta que el pasado 20 de agosto dijo: “hasta acá llegué y me jubilé. Fue una vida sacrificada, de muchos viajes, de estar lejos de la familia, pero también de mucho aprendizaje”. Comentó que por mucho tiempo cumplió tareas en la fábrica de premoldeados de hormigón, en Candelaria, que “era la primera de la provincia. A los tres meses me eligieron delegado, entre un personal con un promedio de ocho y quince años de permanencia. Demostré que debíamos ser responsables y que teníamos beneficios (capas, guantes, chalecos, delantales), que no por estar en el gremio éramos haraganes, que estaba mal conceptuado. Eso gustó al patrón y me lo hizo saber con el tiempo”.
Añadió que, para ingresar a las 7, tenía que salir de casa a las 5.30. “El camión pasaba a recogernos por la avenida Uruguay. Luego sugerimos que compraran un colectivo para comodidad y seguridad de los empleados. Primero nos manejábamos con el handy y después con el celular, cuando el último día fui a entregar el aparato dije: fui mucho tiempo esclavo de este teléfono. Por fin voy a descansar”, acotó Cordoves, entre risas.
Se emocionó al mencionar a Nilda, su esposa, a quien “siempre agradezco por haber cuidado a nuestros hijos: Noelia, Sergio, Valeria, Emanuel y Nicolás -quienes le regalaron ocho nietos y un bisnieto– durante todo este tiempo. La mayor parte de mi vida de trabajo, ella estuvo con los cinco, atenta a que no le faltara ropa, comida, el boleto del colectivo, la educación y el cariño. Ella me responde: fue gracias a vos, que estuviste trabajando y no tuve que salir yo a hacerlo. Ese es el orgullo de una familia. Ahora a las 5, ya estoy con los ojos abiertos. Fueron 45 años en los que salté de la cama a esa hora”.
De los primeros
José y Nilda se conocieron en el barrio Guazupí mientras integraban un grupo juvenil de Acción Católica, del barrio Santa Lucía. Ella nació en Jardín América en una familia compuesta por doce hermanos y vino a Posadas a trabajar en casas de familia. Ella recordó que el amor nació un 25 de Mayo.

“Vine a la casa de una vecina y, como no estaba, fui hasta su casa para preguntar si sabía adonde se había ido. Así empezamos, de abajo, y llevamos 44 años de casados”, celebró. En 1992 fueron a vivir a Santa Rita, por lo que son parte fundacional de este populoso barrio. “Esto era todo campo, picadas de tierra, había unas pocas casas. Después se construyó la Escuela 765 donde nuestro hijo Nicolás ocupó una de las primeras aulas. Aquí tuvimos otro nivel de vida, con mucho sacrificio. Ahora estamos en la ciudad”, admitió.
La pareja, que es colaboradora permanente de la comunidad, pudo ver el incendio en la parroquia Santa Rita y su posterior evolución hasta llegar a Santuario. En los primeros tiempos se ocupaban de la catequesis familiar que se hacía casa por casa, ahora preparan a las parejas que quieren recibir el sacramento matrimonial.





