En un rincón cualquiera de una oficina, en un aula escolar, en la cocina de una casa o en una reunión comunitaria, conviven a diario pequeñas batallas silenciosas: miradas que se esquivan, mensajes que se malinterpretan, decisiones que se atribuyen con recelo. A veces no hay gritos ni peleas, pero algo se tensa, se enfría, se rompe. Y no siempre sabemos por qué.
Es que vivir con otros es un arte invisible. No basta con compartir espacios o propósitos. La verdadera convivencia requiere algo más sutil: la capacidad de imaginar el mundo desde la mente del otro.
La psicología cognitiva lo llama “teoría de la mente”: esa función sofisticada que nos permite atribuir pensamientos, emociones, intenciones a quienes nos rodean. Es lo que hace que podamos entender una indirecta, captar un gesto de incomodidad o anticipar una reacción antes de que se exprese. Es una forma de sabiduría práctica, pero también una forma de compasión.
En los equipos de trabajo, esta habilidad se vuelve esencial. Porque cuando algo no fluye, cuando la colaboración se vuelve forzada o los grupos se fragmentan en “nosotros” y “ellos”, rara vez el problema es solo técnico. Más bien, es un cortocircuito en nuestras representaciones internas del otro.
El líder que entiende esto empieza a mirar distinto: no solo qué se dice, sino desde dónde se dice. No solo qué se hace, sino cómo se interpreta. Porque una crítica puede sonar como una amenaza, un silencio como desaprobación, y una diferencia como deslealtad. Sin darnos cuenta, proyectamos miedos, supuestos, expectativas. No vemos al otro: vemos lo que creemos que el otro es.
Pero también hay otra forma. El “modo nosotros”, un estado de alineación social en el que los miembros del grupo se sienten vistos, escuchados, validados. No es magia. Es práctica cotidiana: detenerse a preguntar, cambiar de lugar, rotar roles, escuchar con humildad. En lo profundo, es un acto espiritual. Porque salir del yo para habitar el nosotros es también trascender el ego. No para desaparecer, sino para integrarse. Para formar parte de algo más amplio, donde las diferencias no dividen, sino que enriquecen.
Hoy, más que nunca, necesitamos cultivar este tipo de presencia. En el mundo de las decisiones rápidas, los algoritmos que refuerzan burbujas y la polarización constante, hacer espacio para comprender al otro —no como amenaza, sino como parte del mismo campo relacional— es una forma de resistencia y de esperanza.
Quizás por eso, cuando logramos sentirnos en sintonía con otros, lo llamamos armonía. No es solo un estado emocional. Es un ajuste fino entre mentes que se reconocen mutuamente. Es la música secreta de la convivencia. Y como toda música, requiere ensayo.
Valeria Fiore
Abogada-Mediadora
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