Las palabras construyen, pero también destruyen. Y cuando toman esta segunda vía tienen un poder incalculable y consecuencias verdaderamente impredecibles.
Es por ello que hoy, cuando el mundo celebra el Día Internacional para Contrarrestar el Discurso de Odio, es una buena oportunidad para comprender que el discurso de odio no es libertad de expresión, no es una opinión impopular, no es una queja, ni una crítica. Es una herramienta que deshumaniza, alimenta prejuicios y abre la puerta a la violencia.
Las redes sociales funcionan hoy como multiplicadores de estos discursos, muchas veces disfrazados de libertad de expresión. Pero la libertad de expresión no es, ni ha sido nunca, una licencia para sembrar el desprecio. La libertad, en su mejor versión, defiende la dignidad. No la pisotea.
Desde los púlpitos digitales hasta los foros políticos, el lenguaje que normaliza el racismo, la xenofobia, el antisemitismo, la islamofobia, el machismo o la homofobia deja una estela peligrosa que no se reduce a herir al otro, también prepara el terreno para actos violentos, para políticas excluyentes, para la negación de derechos fundamentales.
Elegir cómo hablamos, qué compartimos y a qué le damos voz, hace la diferencia entre fomentar la división o construir una sociedad más justa y humana. En este contexto es necesario comprender que frente al odio, el lenguaje también puede ser un acto de resistencia.





