Por: Ariel Kusiak
Nunca había viajado lejos, al menos no de cuerpo entero. Sus únicas experiencias fuera de casa se limitaban a unas vacaciones en lo de su tía, las festividades con sus abuelos (los que preparaban sopa paraguaya y los que hacían chucrut), un viaje de fin de curso a Iguazú y una cirugía de apéndice en Posadas, conformaban un itinerario escueto, marcado por la familiaridad y la rutina.
Sin embargo, un deseo ardiente por explorar más allá de su entorno la empujaba hacia lo desconocido.
Una vez, de su maestra escuchó: “Nadie escapa a la impronta telúrica”, y esa frase, más que una máxima, le resultaba un estigma.
En la radio oyó que los escritores escriben sobre lo que ven y que en ello radican sus limitaciones. Para ella, era solo una “cuestión de óptica”. La radio y la biblioteca fueron, durante su infancia, su mapamundi; en sus anaqueles y a través del transistor, conoció Machu Picchu, el Amazonas, Buenos Aires, Ciudad de México, Cartagena y Santiago de Chile.
¿De qué limitaciones hablaban?, se preguntaba. Mercedes estaba decidida a ser algo grande, aunque no tenía en claro qué; sabía que en sus viajes de lectura encontraría el cómo.
Algunos docentes, en la intimidad de los recreos, la llamaban “la escolástica”. El conocimiento es luz, y Mercedes, sin duda, se erigió como un faro.
Su maestra fue un pilar fundamental, ejerciendo la docencia con nobleza y desafío, desde maestra normal nacional hasta profesora en Letras, Olga, con dedicación y destreza, la guió en el camino del aprendizaje, a veces recitando poemas en bicicleta y otras cubriendo sus cuentos con paraguas.
Cuando comenzó su voluntariado en la biblioteca, soñaba con sumergirse en libros y charlas literarias. Sin embargo, se encontró atrapada en frívolas discusiones estériles. La tensión entre los miembros fundadores era palpable.
Se sentían legitimados no solo por su trayectoria, sino también por el orgullo de haber viajado por Europa y considerarse a la vanguardia cultural. Con maestría, imponían su voluntad a través de eufemismos sofisticados en una constante batalla de egos.
En las asambleas, solo dos miembros se atrevían a expresar sus opiniones, mientras los demás optaban por un bando en resignado silencio. En medio de esta tensión, Mercedes dudaba sobre qué lado elegir.
Ninguno de los integrantes de la comisión había nacido en Misiones; de hecho, parecía que nacer en la provincia era una condición excluyente.
Esto se reflejaba en el lugar que ocupaba la sección “Escritores Misioneros” en la biblioteca, relegada como una planta enredadera que crece a la sombra de árboles más grandes y que necesita ser podada antes de reproducirse.
Para ella, era difícil soportar las alusiones negativas y los desaires dirigidos a las plumas nacidas o adoptadas en la tierra roja. Olga, le había hablado de tantos autores misioneros dignos de ser leídos que incluso recordaba algunos nombres: Marcial, Hugo, Guillermo Kaul, Isabel, Chiquita, Alberto, Raúl, Aníbal, Rosita, Luis Ángel, Rolo, Numy, Nelly, Renata y Evelin. También evocaba las ilustraciones de Juan Carlos y de Juan, y a Ana, llevando y trayendo infinidad de libros en cada feria, como un tucán que despliega su colorido plumaje mientras vuela de rama en rama.
Una suerte de “ríos de memoria y silencio”, la embargaban en sus soliloquios, evitando ser contestataria ante las apreciaciones desafortunadas. No contaba con los recursos suficientes para optar por otra carrera y, en cierto modo, la docencia estaba algo infravalorada, como las plantas que florecen en el suelo de la selva, hermosas, pero a menudo ignoradas.
Su única posibilidad, y a regañadientes lo sabía, era inscribirse en el Instituto de Formación Docente. Quién sabe, una vez recibida, podría conseguir alguna suplencia y, más adelante, costearse una carrera universitaria semipresencial o a distancia.
Más que elegir, algunos simplemente aceptan su destino, y así fue como, en bicicleta y con paraguas, hizo sus primeras prácticas; por fin, en algo se parecía a Olga, al seguir los senderos de su mentora en busca de migas de luz entre las hojas.
La biblioteca, antes un lugar de sombras, comenzaba a llenarse de posibilidades; cada libro era una puerta a un mundo nuevo. Aunque sabía que el camino no sería fácil, la mirada crítica de los miembros fundadores la seguía, como sombras al acecho. Sin embargo, en lugar de amedrentarse, encontró en esas miradas un desafío. En su corazón, una chispa se encendió: no solo quería ser parte de ese mundo, sino transformarlo.
El día de su graduación, rodeada de compañeros y profesores, sintió que el esfuerzo había valido la pena. Con una sonrisa, se dirigió a la sección “Escritores Misioneros”, que ahora, en su mente, brillaba con luz propia.
Mercedes era más que una simple docente; era el faro que había anhelado ser, dispuesta a iluminar el camino de otros en la selva de la ignorancia. Y así, en cada clase, con cada cuento y cada sonrisa de sus alumnos, encontró su verdadero viaje, uno que apenas comenzaba y que prometía ser extraordinario.
Como los vencejos comunes que vuelan incansablemente entre las ciudades europeas como Madrid, París, Roma y Londres, tras cruzar el Mediterráneo en su migración desde y hacia África, Mercedes entendió que no debía despreciar lo que le era propio por anhelar lo que parecía más grandioso.
En las Cataratas del Iguazú, también habitan vencejos, los pardos o de cascada, que encuentran refugio allí y se alimentan de los insectos que pululan en el aire fresco de la selva; con su plumaje oscuro y brillante, trinan melodías que resuenan en un entorno natural único, mientras cuidan a sus polluelos en las grietas de las rocas.
En su vuelo hacia lo alto, Mercedes descubrió que su historia, tejida con hilos de tierra roja y sueños, era tan valiosa como cualquier otra. Al igual que los vencejos, que encuentran su fortaleza en la comunidad y la libertad de sus cielos, ya sea en una escuela rural perdida en la vasta selva o en las plazas europeas, ella también hallaría su mayor fuerza en la autenticidad de su voz -misionera-.
Así, gracias a su uniforme, que la acompañaba en cada clase y en cada aventura, exploró un sinfín de lugares y vivencias que la hicieron crecer. Comprendió que su guardapolvo no era solo una prenda, sino su verdadero pasaporte hacia un mundo lleno de posibilidades, un símbolo de su viaje hacia el conocimiento y de su deseo de iluminar el camino de otros.





