Como cada 4 de junio desde 1982, el mundo conmemora el Día Internacional de los Niños Víctimas Inocentes de Agresión, una fecha que, en un sistema ideal, jamás debería haber existido.
El día fue establecido por la Asamblea General tras la conmoción causada por la violencia contra niños en el conflicto de Medio Oriente. Pero su objetivo es visibilizar la brutal realidad que enfrentan millones de menores en todo el mundo. Cuatro décadas después de su instauración, el panorama, claramente, no mejoró.
Conflictos armados, crisis humanitarias, desplazamientos forzados, violencia intrafamiliar y abuso infantil continúan dejando profundas cicatrices en la infancia global. Las cifras son alarmantes, pero más alarmante aún es la naturalización del sufrimiento de los más vulnerables. Los niños no tienen responsabilidad alguna en las decisiones políticas ni en los odios heredados, pero son los primeros en sufrir sus consecuencias.
Desde aquellos que crecen en zonas de guerra hasta quienes padecen abusos en sus hogares o son explotados laboralmente, cada historia es un llamado urgente a la acción.
Recordar esta fecha no debe ser un simple gesto simbólico, sino una oportunidad para reflexionar sobre la responsabilidad que recae sobre los Estados, las instituciones y la sociedad civil en su conjunto. Las políticas públicas orientadas a la protección infantil no pueden postergarse ni reducirse a declaraciones de buena voluntad.
Deben traducirse en acciones concretas que prevengan el daño, reparen las consecuencias y garanticen condiciones dignas de desarrollo. La infancia no debe ser campo de batalla ni escudo de ninguna causa. Debe ser el centro de toda sociedad que aspire a la paz, la justicia y el futuro.
Hoy, 4 de junio, levantemos la voz por quienes aún no pueden hacerlo. Porque proteger a los niños no es solo una prioridad, es una obligación moral, legal y humana.





