El 8 de mayo de 1994 fallecía el reconocido periodista Emilio Petcoff, hijo de Nicolás Antonio Petcoff (uno de los pioneros de Eldorado y Capioví) y quien, con más ironía que otra cosa, demostró que su compromiso profesional podía llevarlo más allá de la muerte.
Es que Petcoff, quien había llegado de niño a Capioví procedente de su Bulgaria natal y desarrolló buena parte de su formación en esa ciudad misionera antes de radicarse profesionalmente en Buenos Aires, pasó a la historia por su pieza “Crónica desde el cielo”, publicada por el diario Clarin una semana después de su fallecimiento, el 15 de mayo de 1994, destacando que “es acaso el único periodista que escribió su propia necrológica“.
Según se explicó, ese obituario fue elaborado seis años antes, a propuesta de un compañero durante una trasnoche de bromas en la redacción.
Textualmente decía:
“Mi amigo Abel Basterra, con la delicadeza que le es habitual, me ha sugerido que escriba mi propia necrológica. Y no sé. Tal vez me ha visto pálido, pero eso tiene su explicación. Ocurre que el sol hace turnos diurnos, mientras yo los prefiero (perdón, prefería) nocturnos, ya fuera en una redacción como en otros establecimientos insalubres.
Ahora que estoy muerto, me tiro al piso (del cielo, obviamente) de risa, porque descubro que no tengo nada, ni siquiera un currículum mortae. Además, medio aturdido, acá todo el mundo anda tocando trompetas, liras y clarines: esto parece una discoteca.
Mi biografía es asombrosamente breve. Nací siendo un bebé, en un país llamado Bulgaria. En aquella época, Bulgaria tenía una geografía loca: como había guerra cada rato, las fronteras parecían de goma, cambiaban en favor o en contra, porque peleábamos contra los turcos, los griegos, los yugoslavos y los rumanos, por turno, separadamente o contra todos juntos.
Me exportaron a América a los 6 años, directamente a la República de Misiones. A los 13, aprendí a espiar a tres alemanitas que se bañaban en el arroyo Capioví, desnudas. Debuté a los 15, cuando una aborigen auténtica -de raza guaraní- me sorprendió pelando choclos. Ella no usaba ropa interior ni calzado alguno y no le importó que yo fuese menor de edad.
Un año más tarde, entré en el edificio del diario El Territorio y fui atendido por el propio director, don Humberto T. Pérez. Con todo respeto, le dije que quería dedicarme al periodismo. Me escuchó atentamente y luego preguntó: ‘Sabés manejar una escoba? Así de lindo fue mi debut en un diario argentino.
A los 18 me mandé mudar, por razones muy interesantes. Había un señor posadeño que pretendía convertirme en yerno y andaba buscándome por todas partes, en compañía de un 44 largo. Mi primera residencia en Capital Federal fue la pensión Iberá, ubicada en Callao al 500, cuya dueña, curiosamente, era correntina.
Mis primeras ocupaciones fueron cambiantes: repartidor de la tintorería Billinghurst, peón de la sección máquinas de Legión Extranjera, corredor de libros, escribidor de Radio Fénix y cajero de la boite Le Roi, de Córdoba al 900.
En este último cargo, tuve el honor de conocer a ‘Mitchel’ y a la ‘Mitty’, además de los ‘Seisdedos’, pero escapé con la Mary de Pergamino, llevando corno recuerdo lo producido de la caja a mí confiada. Diplomáticamente, no vol ví nunca más a Le Roi.
De pura casualidad, ingresé en el diario Democracia, donde progresé asombrosamente. A los tres meses, el ‘Gordo’ Zanotti, encargado de la caja chica, decía qué yo era su cliente más constante. Me mudé después a Noticias Gráficas, de allí a Correo de la Tarde, luego a Pregón, El Siglo, de Editorial Haynes, y revistas Leoplán, Semana Gráfica y otros que no recuerdo.
Todos esos medios cerraron, en lo que se conoció como ‘la peor crisis del periodismo argentino’. Igual que ahora.
Mis amigos en vida me reprochaban siempre la frecuentación de boliches y cierta propensión a la degustación de vinos. Ahora puedo confesarlo: en realidad yo sufría de una enfermedad incurable llamada ‘sed’. También sostenían que mis amistades ocasionales eran personas conflictuadas, mal miradas por la Policía o recién egresadas de establecimientos carcelarios. No es así. Yo estaba estudiando, en realidad, ciertos vericuetos del alma humana (aquí estoy rodeado de ellas) que eran temas de lindas y embrolladas notas.
Tengo que advertir a mis cofrades que acá arriba no hay expendio o venta de licores. Hay Ley seca. Menos mal que hay un boliche cercano, algo calentito, con un barman cornudo, que tiene de todo y hasta me fía. Salud”.
Las huellas misioneras de Petcoff

Emilio Petcoff era el único hijo de Nicolás Antonio Petcoff, un inmigrante llegado desde Bulgaria. En ese país había realizado sus estudios secundarios y participado en la guerra de Macedonia, donde se recibió de maestro y llegó a ser director de escuela.
En 1931 llegó a Buenos Aires y luego a Misiones, donde fue uno de los fundadores de Eldorado. En 1932 llegaron su esposa -también docente- y su hijo Emilio. Más tarde arribaron a Capioví, donde Nicolás se dedicó a cultivar camelias.
Su nutrida biblioteca atrajo a muchos lectores a quienes él prestaba los libros y enseñaba a leer. Por este motivo, se bautizó con su nombre la Biblioteca Popular Municipal de Capioví, fundada el 7 de diciembre de 1994 y que este 8 de mayo también está de aniversario, ya que inició sus actividades ese día de 1995.









