La muerte del papa Pío XII, ocurrida el 9 de octubre de 1958 en el palacio de Castel Gandolfo, marcó un antes y un después en la historia de los funerales papales. Eugenio María Giuseppe Giovanni Pacelli, como era su nombre de nacimiento, falleció a los 82 años tras una larga agonía causada por una insuficiencia cardíaca aguda, que se sumó a dos derrames cerebrales previos. Su deceso puso fin a un pontificado de casi dos décadas, durante el cual lideró a la Iglesia Católica en tiempos convulsos, como la Segunda Guerra Mundial y los inicios de la Guerra Fría.
En los días previos a su muerte, la tensión en Castel Gandolfo era palpable. Decenas de periodistas aguardaban ansiosos cualquier señal que confirmara el fallecimiento del pontífice. El médico personal de Pío XII, Riccardo Galeazzi-Lisi, jugó un papel central y polémico en estos momentos finales. Con escasa formación y fama de incompetente, Galeazzi-Lisi se convirtió en una fuente privilegiada para la prensa, llegando incluso a negociar la primicia de la muerte del papa con algunos medios, lo que derivó en confusiones y anuncios erróneos antes del deceso real.
La controversia no terminó ahí. Tras la muerte de Pío XII, Galeazzi-Lisi y el cirujano Oreste Nuzzi fueron los encargados de embalsamar el cuerpo del papa. El método elegido fue experimental y prescindía de químicos, utilizando en su lugar una mezcla de hierbas, aceites esenciales y varias capas de celofán, con la promesa de conservar el cuerpo intacto, tal como era el deseo del pontífice. Sin embargo, la técnica resultó desastrosa: el celofán impidió la ventilación y aceleró la descomposición, generando una acumulación de gases en el interior del cadáver.

A medida que avanzaban los días, el cuerpo de Pío XII sufrió transformaciones alarmantes. La piel adquirió un tono verdoso y negruzco, el rostro se desfiguró y el tabique nasal colapsó. El hedor era tan intenso que los guardias suizos debían turnarse cada quince minutos para soportar la custodia del féretro, llegando incluso a desmayarse por el olor.
El punto culminante del horror llegó durante la procesión fúnebre hacia Roma. En las cercanías de la basílica de San Juan de Letrán, una fuerte explosión proveniente del ataúd estremeció a los presentes: el tórax del papa había explotado debido a la presión interna de los gases acumulados, un hecho sin precedentes que horrorizó a fieles y autoridades por igual.
La situación obligó al Vaticano a tomar medidas de emergencia. Se convocó a los mejores embalsamadores de Roma en un intento desesperado por detener el deterioro del cuerpo, que debía ser expuesto durante nueve días ante los fieles. Se le colocó una máscara de cera y látex sobre el rostro y se elevó la tarima del féretro para evitar que los asistentes pudieran ver de cerca el estado del cadáver.

El escándalo tuvo consecuencias inmediatas para Galeazzi-Lisi. El 25 de octubre de 1958, fue despedido por el Colegio Cardenalicio y expulsado del Colegio Médico, no solo por el fracaso profesional, sino también por haber vendido información y fotografías de los últimos momentos del papa a la prensa internacional. El sucesor de Pío XII, Juan XXIII, lo desterró del Vaticano de por vida.
Fuente: Clarín









