
Cuando pareciera que las cosas no pueden ponerse más tensas para los argentinos, surgen nuevos y densos factores que condicionan cualquier proyección positiva.
Los índices oficiales y más aún los que no lo son, describen más bien a un país cercano al subdesarrollo que uno en vías de desarrollarse tal y como les gusta decir a nuestros políticos en las tribunas internacionales.
Y es justamente a quienes apunta esta columna. Porque no se trata de ser pesimista y arrojar críticas y enojos a diestra y siniestra, sino de dejar en evidencia que parecen ser los políticos los que no dimensionan la gravedad del contexto.
Durante el último lustro Argentina transita lo que podría ser la mayor crisis económica de su historia, con índices de pobreza que asustarían a los organismos internacionales, con niveles de desempleo propios de un período de guerra, con caídas de la producción y las inversiones tan brutales que no podría pensarse en una reactivación como la necesaria sino en más de una década y con varios milagros económicos en el medio.
La estructura económica expresa crisis en su totalidad. Millones de familias sumidas en la pobreza, en la falta total de oportunidades, en la incertidumbre de no saber cómo llenar la heladera con algo más que botellas de agua. La certeza de la crisis es tal que no deja de llamar la atención el autismo con el que se maneja la clase política. Discursos repletos de exhortaciones al optimismo, hipócritas llamados a la unidad mientras, como buitres carroñeros, se pelean por las sobras de una Argentina descompuesta, demacrada y enferma por décadas de corrupción.
Nos queda a nosotros la incertidumbre de saber si, en algún momento entre esta instancia y la nada misma, habrá un atisbo de reflexión. Si se producirá el abroquelamiento necesario para pensar de verdad en esas presentes y futuras generaciones que a diario engrosan esos discursos bonitos y cada vez más hipócritas.
Por Marlene
Wipplinger
Directora General
Diario PRIMERA EDICIÓN




