¿Cómo escribir la historia de la mujer que convive entre nosotros como una más, pero que carga encima una historia que la hace claramente extraordinaria? ¿Por dónde arrancar estos ochenta años de aventuras expedicionarias y constantes aprendizajes? Intento armar esta nota primero en mi cabeza para ver si es posible reflejar en el papel las vívidas imágenes que me quedaron después de tres horas de fantástica charla con Aurora Bitón, pero no es fácil.¡Es que hay tanto para contar! Por ejemplo, que esta misionera hija de un inmigrante ruso y una nórdica, nacida en San Ignacio, fue récord mundial de saltos en paracaídas cuando apenas tenía 22 años.Contar, por caso, que dio tres vueltas completas al mundo; que vivió con una tribu en Amazonas; que la única “casa” en la que realmente se afincó durante algunos años queda en la Polinesia; que le cocinó empanadas salteñas a Gabriel García Márquez; que fue instructora de salto de Ernesto “Che” Guevara. Que conoció a figuras relevantes a nivel mundial, que fue huésped de un marajá que le regaló un precioso anillo; que fue amiga de Tarita Teriipia, la belleza tahitiana que fue esposa de Marlon Brando; que una noche cenó con Omar Sharif.¿Dónde meto la admiración que me genera Aurora mientras acompaña su relato generoso en prolijo castellano neutro, con sorbitos de agua fría y las fotos que prueban cada anécdota, y que hacen completamente verosímil su cúmulo de experiencias increíbles?Prefiero arrancar contando el momento que, creo, definió su vida adulta como una premonición: sus padres criaron a dos varones y a dos mujeres en tiempos en los que era “normal” que los muchachos fueran atendidos por sus hermanas. Aurora recuerda que tenía trece o catorce cuando mamá Ana la requirió con urgencia, como tantas otras veces: “Planchá el pantalón y la camisa de tu hermano que tiene que salir”, fueron, palabras más, palabras menos, las que armaron aquella frase conocida y que no por repetida, dejaba de ser una cachetada al orgullo de la menuda rusita de trenzas color rubio ceniza. Aquella mañana, con una fuerza de carácter inusual para la década del 50, sentenció. “¿Ustedes crían mujeres para que sean sirvientas de los hombres? No voy a planchar nada de ningún hombre, ni ahora, ni nunca en mi vida”.De nada vale hurgar en los detalles posteriores a aquella declaración de principios. Solo basta decir que su padre aceptó firmar su emancipación a los 17, cuando se vino a Posadas para adiestrarse en la que entendió era su verdadera vocación: ser piloto de avión.Poco después vino su mudanza a Buenos Aires para trabajar en el Aeródromo de San Justo, y la casi lógica derivación: ella piloteaba aviones desde los cuales se lanzaban paracaidistas, y un chiste usual entre ellos era desafiar a los pilotos por no animarse a lo “realmente peligroso”.El récord que rompió el 2 de agosto de 1959 con 44 saltos consecutivos comandados en 7 horas la catapultó a la fama, y no era raro verla en revistas de la época como modelo de mujer moderna, independiente y exitosa en un mundo al mando de hombres fuertes y damas sumisas. Viajó a cuanto festival aéreo hubo en Latinoamérica, incluso formando parte de la “Esquadrilha da Fumaça”, un grupo de pilotos brasileños que realizaba acrobacias aéreas. Y en ese mundo de hombres, aprendió a hacerse respetar.Me cuenta que en Buenos le encantaba ir a los bares a tomar café y a leer el diario, una actividad masculina por entonces. En una de esas mañanas conoció a su primer esposo, un empresario de astilleros veinte años mayor que quedó prendado de su belleza, pero, sobre todo, de su carácter.No hubo ni asomo de cuentos de hadas en torno a sus parejas. “Me costó elegir compañero, pero cuando me casé con Santiago, lo hice porque respetaba mi libertad y no me iba a poner frenos ni trabas”, recuerda, y yo no puedo evitar un suspiro de sana envidia.La primera vuelta al mundo la dieron juntos en una aventura que duró tres años de viaje ininterrumpido, hasta que la muerte los separó. Mucho más adelante vinieron Angelito y después Pedro, sus otras dos parejas. Ninguno le pudo poner un candado a su espíritu de aventuras. A ninguno le permitió jamás la mentira, y menos que menos, el control. “A rey muerto, rey puesto”, ríe.Mientras la juventud y las ganas de seguir viajando permanecieron intactas, ella aprovechó. No guardó nada para después, se lo gastó todo en cada nuevo destino. “Cuando estuve en pareja viajaba con mi compañero. Si estaba sola viajaba sola, con una valijita chica y mi pasaporte; me iba a un buen hotel y a la noche bajaba a cenar y a contactar excusiones de habla hispana. Así conocía a más gente, iba cambiando destinos, reorganizando lo que iba a hacer, todo sobre la marcha” relata, y me dan ganas de salir corriendo a armar alguna valija a donde sea ahora, ya mismo, sin tanto preámbulo ni previsión ni cuestión por dejar resuelta ni ver con quién o ver cómo.Los ojos celestes de Aurora se posan en esa foto en la que aparece radiante debajo de una carpa en pleno desierto egipcio. Viaja de nuevo en el tiempo y me lleva a esa vez en la que terminó comprando un papiro que creyó una baratija y resultó ser de un valor incalculable. En otra más está sobre un alargado bote a remos en un remoto afluente del Amazonas. En otra posa muy seria al lado de una pagoda en China, país en el que vivió un año entero y al que llegó como niñera del hijo de una afamada periodista parisina, y en el que casi se casa con un embajador. En otras más se ven al fondo el Taj Majal; los Alpes Suizos, la puerta de Alcalá, la torre de piedra de las Galápagos; un barco de vapor sobre el Mississippi.Y por supuesto, las fotos de Polinesia: ella con las guirnaldas de flores colgándole del cuello, descalza, solo vestida por un colorido pareo; ella al lado de su amiga Tarita en la isla privada de Marlon Brando; ella, de nuevo en pareo, haciendo leche de coco. Ella recostada contra una palmera agotada de tanto pelearle al viento.Tiene cientos de fotos sobre la mesa y no puedo dejar de detenerme en ninguna, ávida de brújula y anécdotas. Aurora les da poca importancia. Es que todo lo que vio, vivió, sintió y comprendió a lo largo de sus viajes quedó más impreso en su alma que en papel fotográfico: parece lógico que tanta profunda experiencia esclarecedora haya devenido en arte.Aurora pinta, escribe, hace haikus, y desde hace varios años recorre escuelas secundarias por su cuenta para sentarse a charlar con chicos y chicas menores de 18 a los que pretende contagiar esas ganas de moverse, de hacer; ese apetito por vivir, por conocer, esa necesidad fogosa de atravesar los límites y los mandatos, y la previsión de hacerlo con cuidado, con amor propio, con respeto por el otro y por uno mismo. Ojalá me hubiera tocado conocerla a los 18.Aurora cumplió 80 y baja y sube las escaleras de su departamento como si tuviera 20. Todavía tiene el pelo dorado ceniza y la mente fresca y esclar
ecida. La pregunta final de nuestro encuentro pretende ser un resumen, algo que me quede como sello, tal vez un título. ¿Y después de tanto andar, de qué te sentís orgullosa?“De que en ochenta años jamás le planché la ropa a ningún hombre, cumplí mi promesa”.PorMónica Santos([email protected])
Discussion about this post