La liturgia de este domingo va dirigida de modo especial a los sacerdotes y a los que en el pueblo de Dios tienen algún cargo apostólico. Nos encontramos con una amonestación y una cálida invitación a vivir y ejercer estos cargos con amor y piedad. El Profeta Malaquías, en la primera lectura, dirige su palabra severa a los sacerdotes de entonces que maltrataban el culto divino ejerciéndolo de modo indigno y en lugar de guiar al Pueblo de Dios a honrar a Dios y cumplir su ley, lo desorientaban y desbandaban hacia falsas doctrinas, lo desbandaban con falsas doctrinas. Con palabras muy duras el Señor los amonesta por boca de Malaquías diciéndoles “y ahora os toca a vosotros sacerdotes: si no obedecéis y no os proponéis dar la gloria a mi nombre, dice el Señor de los ejércitos, os enviaré mi maldición. Os apartasteis del camino, habéis hecho tropezar a muchos en la ley (2, 1.2.8). El sacerdote, el catequista o el educador tienen el deber estricto de enseñar a honrar a Dios, tanto con las palabras como con el testimonio de vida, ordenadas a la palabra de Dios. Quien se aparta de esta obligación y se sirve del propio oficio para transmitir, no la palabra de Dios y las enseñanzas de la Iglesia, sino palabras e ideas personales se convierte en piedra de escándalo y es ocasión de perdición para muchos, los cuales son más engañados cuanto más alta es la condición de su maestro. También Jesús, según nos dice el Evangelio de hoy (Mt. 23, 1-12), deplora la conducta de los escribas y fariseos que ocupaban la cátedra de Moisés teniéndose por maestros, mientras su conducta y sus enseñanzas estaban en vivo contraste con la ley de Dios. Jesús los acusa sobre todo de “hipocresía y orgullo” porque dicen y no hacen, exigen al Pueblo un cúmulo de observancias no ordenadas por Dios, en tanto que ellos -por su parte- no mueven un dedo para cumplirlas (ib. 4). Hacen ostentación de las obras buenas para que los vean las gentes (ib. 5), llenos de presunción ocupan los primeros puestos y desean ser honrados y llamados “rabi” (ib.7), es decir “maestro”. Deplora Jesús semejante conducta y opone a ella la sencillez de corazón y humildad que quiere ver en los corazones de sus discípulos. La primera característica de la humildad y sencillez de corazón del maestro es cumplir con amor la misión que se le ha confiado, transmitir con sencillez fraternal la doctrina que ha recibido, explicarla y enseñar al discípulo lo que Dios quiere y la Iglesia nos transmite a través de los tiempos, teniendo siempre presente que uno solo es el Señor: Cristo Jesús. El Apóstol San Pablo en su carta a Tesalonicenses enseña que el amor sincero, la entrega generosa y el desinterés personal, la delicadeza y el amor en Jesucristo, son las cualidades propias del que es llamado por Dios a ejercer una posición de servicio apostólico (ib. 7-8). El Apóstol recio y combativo se hace tierno como una madre, siente a sus discípulos como hijos propios, preocupado más en dar que en recibir. De aquí sacamos la enseñanza, sacerdotes y ministros, que el amor de Dios nos consume y por lo tanto el amor a nuestro prójimo al que tenemos que atender en la fe, orientándolo hacia Dios y no hacia nuestras propias doctrinas, ajenas a Dios y la Iglesia, considerando con toda seriedad lo que decimos y enseñamos, celebrando los misterios del Señor con amor, sabiduría y corrección y no como funcionarios del altar o de la cátedra que se nos ha entregado. Todo esto no puede ser sin la ayuda del Señor y de su gracia, por eso es necesario abrir el corazón en la adoración al Señor comprometiéndonos a ser fieles servidores en el altar y en su doctrina, fieles hijos de la Iglesia que nos ha engendrado en la fe.
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