El duro embate de Cambiemos contra la corrupción (para algunos solo discursivo, para otros también en los hechos) y las eternas promesas de reforma política (centradas hoy en el afán oficialista por el voto electrónico, con el rechazo opositor) no llegan a rozar, ni siquiera amenazar de cerca, a uno de los grandes “agujeros negros” de la política y de la economía nacionales.La financiación de las campañas políticas aparece todavía como un “tótem” sagrado e intocable, algo que nunca cambia ni siquiera en el “reino” de Cambiemos.Los candidatos juran formalmente recibir y gastar una cantidad de dinero destinada a su campaña electoral. Pero, como la ley actual permite hacer aportes en efectivo, es extremadamente fácil entregar dinero sin dejar rastros. No podemos saber si el dinero que aporta un empresario podría estar dirigido a comprar favores políticos. Tampoco si el origen de los fondos proviene de negocios legales o de actividades ilícitas. El uso de efectivo crea un enorme agujero negro que esconde información valiosa para los votantes y la Justicia, que solo puede actuar sobre los montos insignificantes que se declaran. Las sanciones son muy poco útiles porque llegan tarde (cuando la elección ya pasó) y porque no caen sobre los candidatos, sino sobre los “prestanombres” en los que aquellos se escudan. Políticos y empresarios subestiman el riesgo que corren con este régimen de financiamiento de la política. Creen que el “agujero negro”, al permitirles esconder su identidad, los protege; sin embargo, el daño puede ser enorme para todos ellos e irreparable para la credibilidad de las instituciones democráticas, como demuestran los escandalosos casos del Lava Jato en Brasil y Odebrecht en Perú. La transparencia en este sentido es posible y deseable, pero también una eterna cuenta pendiente de la dirigencia política argentina, a la que parece no molestar (por no decir que les favorece) este “limbo” que los (y nos) desacredita a todos.
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