En estos tiempos donde hablar con otra persona no requiere de mucho esfuerzo, es más, ni siquiera importa la distancia, si estás ocupado o desvelado basta solo con tomar el celular y abrir ese abanico virtual de numerosos contactos y comenzar una agradable charla.En ese diálogo podemos desinhibirnos y mostrar una faceta que está muy lejos de lo que somos realmente, pero esa “naturalidad” que mostramos, muchas veces no corresponde con nuestra verdad.Esto me llevó a reflexionar que se pierde interés en lo que abunda y muchas veces cae en el olvido, lo mismo pasa con las fotografías digitales o ir al cine: acontecimientos que no ocurrían con frecuencia y cuando esto sucedía, eran difíciles de olvidar.Creo que una buena charla debe tener ciertos matices que son propios de ellas, como sentir el sonido de la voz, mirarse a los ojos, tratar de descifrar su expresión corporal, y tantas cosas más.Sería como degustar un asado, por más que sea una buena carne, siempre será mejor acompañado de la familia, amigos y un buen vino. En una charla pasa lo mismo, por más que se trate de un buen tema de conversación siempre faltará todo aquello que la complementa. Muchas veces esto ocurre por las circunstancias que nos rodean o simplemente por comodidad, de no tomarnos el trabajo de organizar un encuentro y decirle a esa persona lo que nos está pasando y los deseos de estar junto a ella.Una noche me detuve en un bar para degustar una fría cerveza y pensar. En eso, vi una pareja sentada en la mesa de al lado que estaba charlando y tomada de las manos: ella lo miraba fijo y sonreía de las cosas que el joven le contaba.En ese momento traté de recordar aquellos instantes que quedaron plasmados en mi memoria y me di cuenta que no podía recordar en detalle las conversaciones virtuales, me faltaba algo para sentirlas completas, que tengan alma. Creo que a esas palabras le faltaban ser de “carne y hueso”. Necesitaba sentir una respiración, una charla que me provoque una reacción cada vez que busque hablar con alguien. En eso me vi viajando en un ómnibus que bordeaba la pre cordillera, rumbo a Villa San Agustín, en la provincia de San Juan. En esa oportunidad, viajé junto a un grupo de italianos y al lado mío se sentó María, un hermosa joven oriunda de Florencia, quien visitaba el país por primera vez, recorriendo la región cuyana.A pesar de no tener un castellano muy fluido, el idioma no fue problema, al poco tiempo de presentarnos comenzamos a charlar de todo un poco. Sus amigas la miraban y no entendían por qué se reía abiertamente y gesticulaba con sus brazos cada anécdota que me contaba.Cuando llegamos a ese pequeño pueblo decidimos alojarnos en el mismo hostel, sus amigas no interrumpieron en ningún momento la amistad de su compañera con este desconocido. Por la noche compramos una botella de vino y continuamos una agradable velada cargada de risas e historias. Quizás la mirada de la mujer que se encontraba en la mesa de al lado junto a su novio, me hizo recordar a la joven italiana que conocí en aquella lejana región cuyana y al ver a esa pareja tan feliz me trajo de regreso aquellos ojos y la dificultad con el que pronunciaba mi nombre: “Raoul”.Nunca olvidaré esa charla que fue interrumpida por los primeros rayos del sol, pero que no pudo con aquella necesidad de estar juntos. Parecía que nos conocíamos desde hacía años y era tan agradable su compañía que cualquier tema que tocábamos era importante. Los días pasaron tan rápidamente que ella tuvo que regresar al viejo continente y yo seguir mi camino, detrás de aquellos hermosos paisajes. Sus amigas la comprendieron y le dijeron que no había problema en que las acompañe a Buenos Aires y despedirme cuando tome el primer vuelo. Quizás ella nunca entendió que no podía hacerlo porque el destino me tenía preparado otro rumbo, nos abrazamos y le dije que siempre la recordaría.Es así, como en esta noche llegó su recuerdo en una suave brisa porque fue una charla, de esas que nunca se olvidan. PorRaúl Saucedo [email protected]
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