A veces observo, envuelto en paciencia y silencio, a personas que se encuentran zozobrando en su soberbia y mal entonada vanidad. Se esconden entre un descomunal orgullo que va creando muros, que simplemente servirán para proteger su deshonrosa inseguridad. Este mundo está plagado de individuos, quienes con sus frías miradas y voces iracundas suelen desconcertar la dignidad de otros. Pienso que algunos sentimientos están sobrevalorados, tanto la tristeza como el orgullo. Creo que el hombre debería ser más humilde sin perder su coraje. O quizás hablo desde la dejadez de mi espíritu que no ansía otra cosa, que encontrar el sentido de lo ideal en el silencio o el simple hecho de contentarse con mirar cualquier atardecer. Sencillamente parecerme a una sombra que se transforma en testigo, incluso de lo que escribo. En un ente que ni siquiera se hacerme cargo del protagonismo de su propia vida. Tampoco parecerse a alguien que vive cada día como si fuera el último o que lleva consigo todas las respuestas. Quizás simplemente sea un mero espectador de todo lo que ocurre, sin tener las fuerzas o el deseo de enfrentar a esas personas que sin permiso, tuvieron la desfachatez de ubicarse por si solas, encima de otras.Es por ello, que nuevamente no tuve más remedio que refugiarme en mis recuerdos, en mis vivencias que siempre están ahí cuando necesito una respuesta. Esto me llevó al árido desierto de Nazca, a orillas del Océano Pacífico donde se esconde unas de las necrópolis más antiguas de América “El Cementerio de Cauchilla”. Un lugar donde tétricamente se exhiben cuerpos momificados a cielo abierto y que cuentan la historia de un pueblo fascinante desde sus trabajos en alfarería, construcción de acueductos y las creencias que tenían sobre la muerte. Mientras recorría ese árido lugar podía ver esos rostros cadavéricos, con su cabellos intactos, sus atuendos, sus objetos bien conservados y que sobrevivieron a numerosos saqueadores. En eso, me detuve frente a un fosa común donde se encontraban un número importante de momias. A primera vista, parecía que algunos eran recien nacidos, niños y personas adultas que se encontraban ahí, inertes durante cientos de años, y que el desierto se encargó de mantenerlas así, como si estuvieran detenidas en el tiempo. A su lado había pequeñas vasijas que guardaban porciones maíz petrificados y otros alimentos que fueron dejados para que esa persona tenga comida en su viaje al más allá.Era escena era hipnótica, como mirar el rostro del silencio, del misterio, la soledad, en fin, de la muerte. De pronto, una voz perturbó aquel momento para contarme que aquel pueblo originario creía que en el mundo terrenal en que vivimos, todos tenemos categorías impuestas por la sociedad, pero que una vez al morir estas automáticamente desaparecían “es por esto que los las mujeres están enterrados junto a los esclavos o los niños depositados en torno al cuerpo del rey. Todos están en fosas comunes, porque después de la muerte se pierden titulos, riquezas y conocimientos. Ante la muerte, todos volverán a ser iguales”.Esto me llevó a pensar, de que sería bueno que parte de ese mundo nos impregne, y que tratemos de sentirnos un poco más iguales el uno por otros. No sentirnos superiores o en inferioridad de condiciones, simplemente ponernos en el lugar de la otra persona y así, tratar de compensar nuestro ego o nuestra sumisión ante diferentes situaciones. PorRaúl Saucedo [email protected]
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