Señora Directora: Ahora resulta que los paraguayos, bolivianos y peruanos son los responsables de la inseguridad y el narcotráfico en el país. Y principalmente si estos son menores de 16 años, sobre los que se carga una culpa que los excede ampliamente. En todo caso, la nacionalidad es solo una casualidad entre los autores de los múltiples hechos de delincuencia que se suceden en el país y donde, por lejos, la mayoría son connacionales, argentinos.En ese rechazo al vecino y hermano –al menos así lo siento–, olvidamos la larga historia común, de encuentros y desencuentros, que tenemos, que ha generado que nuestros países estén, para bien o para mal, en el lugar en que hoy se ubican. Como en todas las expresiones humanas, hay personas buenas y malas, y resulta injusto que por estas pocas últimas paguen todos aquellos que tengan algún denominador común, como la nacionalidad (en este caso), la raza, la religión, la ideología o el nivel social al que pertenece cada uno de ellos.Los argentinos siempre nos ufanamos de ser abiertos, sin racismos ni discriminaciones, estar dispuestos a recibir a toda persona de “buena voluntad que quiera habitar nuestro territorio”. Pero eso parece sólo una proclama vacía de los fundadores de nuestra institucionalidad; o, quizás, en la peor expresión de racismo imaginable y tener un destinatario exclusivo: el ser blanco, europeo y cristiano, excluyendo a todos los demás. Particularmente a nuestros hermanos pobres, sean de aquí cerca o de lejos.La Argentina se construyó con el esfuerzo de todos esos inmigrantes –y los que siguen llegando–. Algo que puede observarse con claridad en provincias como la nuestra donde se mezclaron las familias venidas del otro lado del océano o cruzando el río, que dieron su sudor, su sangre y dejaron sus huesos en esa construcción del mundo nuevo, anhelado y que los trajo hasta aquí.¿Quién no tiene una traza de sangre extranjera en sus venas?
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