Señora Directora: A propósito del tema Honorables tratado en estas columnas recuerdo que de muy joven cuando visitaba el Pueblo de origen de mi padre, allí, escuchaba algunos comentarios sobre tal o cual persona “honorable”. Se referían a individuos especiales que se distinguían socialmente por su rectitud, honestidad, cultura, sapiencia. Eran modelos a imitar, si es que se pretendía sobresalir en el lugar y ser reconocido como un ejemplo de orgullo patrio y familiar. Siempre entendí que ser “honorable” no era tarea sencilla, razón por la que entiendo se trata de un grupo muy reducido y envidiado por la gran mayoría de personas que no podrían pagar el precio que exige la membresía a tan exclusivo club. Su afiliación es tan estricta, tan apegado a la más severa regla de verdadera honestidad que un porcentaje muy reducido de los aspirantes logra aprobar con éxito el examen moral de ingreso. Quizás, esta percepción arraigada en mí por tantos años, sea la razón de mi incertidumbre, al observar, desde hace algunos años, que a ciertos cargos públicos le anteponen el título de HM, HS, HD, HC. Los HM son “honorables magistrados”, HS son los “honorables senadores” y así con diputados y concejales. Quizás, necesite que alguna persona sensata, que posiblemente haya superado mi percepción del significado de la palabra “honorable”, me explique, en palabras sencillas, dónde y cuándo me quedé estancado o suspendido en el tiempo, de manera que entienda, sin ningún tipo de trauma, que los verdaderos “honorables” casi desaparecieron o, por lo menos, que las reglas de afiliación al exclusivo club, cambiaron. Ser honorable no es algo que se pueda imponer por ley, sino que se gana por una conducta de vida que los demás reconocen y, reitero, no que uno impone, Cada vez que ocurre algún incidente que cuestiona a algún “honorable” se dice que van a tomar medidas, lo que a veces se hace, pero el común de la gente sigue manteniendo la sensación de que mantienen un estatus de privilegio por sobre los demás ciudadanos. Se podría intentar restaurar la confianza, hoy deteriorada, entre el poder político y quienes los hemos colocado allí, el pueblo. Necesitamos gestos de cambio en la relación con los ciudadanos. Podríamos comenzar por eliminar el “honorable” del uso común y reemplazarlo por lo que es, llámese: ciudadano, senador, diputado o concejal. En otros países, dejaron de usar ese término y son tratados simplemente como ciudadanos, representantes o consejeros sin anteponerle ningún adjetivo auto calificativo. A muchos molesta que se autodefinan de esa forma. Debemos terminar con las diferenciaciones que construyen escollos entre los poderes y la ciudadanía. Los “honorables” son personas iguales a cualquier argentino, con iguales deberes y derechos, pero tienen una responsabilidad que es representar, de la mejor manera posible, a quienes les mandatan para hacer las leyes, administrar justicia, regir los rumbos de esta Bendita Nación entre otras tareas. Debiéramos pedir eliminar todos los distintivos utilizados en automóviles de autoridades, que ante situaciones como una infracción de tránsito actúan como una suerte de inhibidor o disuasivo que rompe con el principio de la igualdad ante la ley. Incluso, creo que en la ley de tránsito debiera incorporarse como falta el usar el cargo para tratar de eludir una infracción. El honor es la cualidad moral que obliga al hombre al más estricto cumplimiento de sus deberes consigo mismo y con los demás. El honor se adquiere con el comportamiento honesto, un símbolo de vida, que pone en evidencia la propia dignidad para merecerlo. Y quienes merecen honores, y los hay, son los que han sido capaces de cumplir escrupulosamente con sus compromisos, han observado una conducta laboriosa y desinteresada y se han destacado por su honestidad y sus virtudes morales. Pude comprobar que el honor, en su sentido estricto, es una palabra en desuso
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