Cuando se abandona el pago y se empieza a repechar, tira el caballo adelante y el alma tira pa’ trás”, dice Atahualpa Yupanqui. Sin importar los motivos y la distancia en que se encuentre el caminante, siempre extrañará su terruño.
Cuando se encuentre solo frente a un paisaje distinto, sentirá cómo el llamado de una ausencia lo golpeará en el pecho, haciendo aflorar sus recuerdos.
Recordará el lugar de donde partió y le reclamará constantemente su presencia, porque parte de él le seguirá perteneciendo.
Esto me trajo a la mente una historia que me ocurrió en un hostel de la localidad de santacruceña del Calafate.
En aquella oportunidad habían comenzado las primeras nevadas y el pueblo se vistió de blanco. El hospedaje era muy acogedor y los que trabajaban allí muy amables: estaba el encargado, un hombre de unos 70 años, quien contaba historias del lugar y sobre los atractivos que se podían visitar.
Luego, una agradable mujer era la encargada de tender las sábanas y preparar el desayuno a los que se hospedaban en el lugar. También se encontraba un joven que hacía la limpieza, siempre trabajaba por las tardes y por las noches quedaba como recepcionista.
Aquel muchacho era muy reservado, sólo hablaba con los que trabajaban en el lugar. Por las noches me quedaba conversando con el encargado y aquella mujer, sobre las maravillas del Sur argentino y también de las bellezas que hay en Misiones, pero aquel joven no formaba parte de nuestras charlas, se quedaba en la recepción mirando televisión, de vez en cuando escuchaba nuestras charlas y después seguía con sus cosas.
Incluso pensé que me tendría bronca o algo por el estilo.
Después de estar tres días en aquel lugar organicé una cena de despedida con los trabajadores.
Pregunté dónde estaba el chico de limpiaba y cuidaba el lugar, así celebrar todos juntos antes de irme, me comentaron que ese día era su franco y lo que menos hacía era permanecer en el hostel.
En ello, la señora se acercó y me dijo: “Disculpálo al muchacho, es muy tímido y no habla con nadie, sólo conmigo y el encargado. Se enteró que eras de Misiones y se puso contento, porque él es de un pueblito del interior de aquella provincia y hace tres años que vive con nosotros, parece que se peleó con sus padres o algo así, por casualidad ¿tendrías alguna calcomanía, llavero o remera que diga Misiones y regalárselo? Eso le pondría muy contento, preguntó.
Entonces, me saqué el chaleco que llevaba puesto, que tenía un logo que decía: “El Diario de Misiones” y pedí que se lo entreguen al joven.
La mujer se puso muy contenta y me dijo que al día siguiente se lo iba a dar, que Calafate era un lugar muy frío y seguramente lo iba a usar todo el tiempo.
Cerca de la madrugada, tomé mi mochila y me dirigí hacia la terminal que quedaba a unas pocas cuadras. Mientras esperaba el colectivo me puse a mirar desde allí, el gran Lago Argentino y detrás la cordillera de los Andes, sin dudas era un hermoso paisaje.
Por un momento me imaginé cómo sería dejarlo todo y vivir en aquel hermoso lugar: tranquilo y con personas amables.
En eso, mis pensamientos me regresaron a la tierra colorada, volví a sentir el calor de la siesta, el canto de chicharras y una música que sólo se enciende en aquel lugar tan distante.
Fue allí que me di cuenta que los caminos podrían llevarme por donde quisiera, enamorándome una y otra vez de un horizonte distinto, pero sentía la ausencia de la tierra colorada golpeándome el pecho como si me dijera: que ya era hora de volver.
Por
Raúl Saucedo
(Periodista de PRIMERA EDICIÓN) [email protected]