Alicia Rosalía Monzón conoce los efectos que producen en el cuerpo y el alma de un ser humano la más profunda pena y el odio más visceral. Casi como si se hubiera mudado a la sede del mismísimo infierno, por tres años convivió con estos sentimientos, pero después de un largo y complejo proceso eligió quedarse con uno solo, dejando de lado al peor y más dañino. Hoy estudia abogacía, sigue encarando la lucha por justicia para sí y para su hijo Benjamín y aprendió a convivir con el dolor que jamás desaparece. Pero ya no odia. Alicia sufrió violencia obstétrica en el Hospital de Jardín América cuando fue a parir a su hijo, que finalmente no superó la difícil prueba en la que los colocó un sistema poco adepto al respeto por el otro y al concepto de parto humanizado. Hasta que le tocó ser protagonista, ella tampoco había escuchado esos conceptos, es decir que no conocía sus derechos ni los de su hijo por nacer, ni las obligaciones del sistema de salud para con ambos en el marco de la Ley Nacional 25.929 a la que adhirió la provincia. “Antes no sabía lo que era la sed de justicia… pero a partir de lo que me pasó, entendí que cuando a uno le pasa una injusticia, queda condenado a vivir lo que le queda de vida buscando la reparación, y la reparación es que el otro se haga cargo del daño, porque sólo así cura un poco el alma”, cuenta con voz calma y mirada profunda esta mujer menudita, que parece una nena sentada en el banco de la plaza 9 de Julio donde nos citamos para que verbalizara aquello de lo que hasta hace un tiempo ni siquiera podía hablar.“A mí me lastimaron, me robaron la vida de mi primer hijo. Era soltera y tenía 24 años, y cuando me enteré que iba a tener un bebé diagramé mi vida para recibirlo. Empecé a hacerme los controles en el Hospital de Jardín América y siempre me dieron bien. Mi familia me apoyó, mi bebé iba a ser el príncipe de la casa. Yo trabajaba como empleada doméstica, una vida sacrificada… hice el terciario y varios cursos de informática para superarme, pero nunca me dio vergüenza limpiar casas. Estaba preparada para ser mamá… En mi familia somos ocho hermanos hijos de un albañil que jamás nos hizo faltar el pan. Somos muy unidos. A Benjamín lo esperábamos todos”… continúa. Después, la charla acontece en los detalles más dolorosos de aquel 30 de agosto de 2012, desde el momento en que entró al hospital para tener a su hijo a las 7 de la tarde, hasta que se despertó a las 8.30 de la mañana del otro día en la misma sala de partos, sola, casi desangrada y con las piernas todavía en posición ginecológica. En el medio, el relato pasa varias veces por la soledad, por la incertidumbre, por el maltrato verbal de quienes tienen incorporada la idea de que a la parturienta “se la incentiva” hablándole duro, fuerte, sin compasión y sin tomar conciencia de lo que duele y marca cada agresión recibida en ese momento. Una serie de acontecimientos extremos hicieron que el trabajo de parto durara horas y horas sin la posibilidad de que le hicieran una cesárea, ya que según cuenta, no tenía el dinero que le requería el cirujano para pagar al anestesista. Afuera, su familia esperaba. Cada llanto de recién nacido que escucharon durante esas horas los entusiasmaba, pero ninguno fue de Benjamín. El parto finalmente se dio a las 5.40 de la madrugada, pero ya fue demasiado tarde para el niño y estuvo a punto de ser tarde para ella, que al otro día fue derivada de urgencia al Hospital Madariaga donde le salvaron la vida con una cirugía compleja, tras la cual estuvo más de una semana en terapia intensiva. Finalmente pudo pasar a la sala “común” de la maternidad, donde compartió el espacio con las mamás que estaban a punto de dar a luz y con las que tenían a sus bebés recién nacidos a su lado. Cuando volvió a Jardín América, era otra: “Le dije a mi familia que necesitaba gritarle al mundo lo que me había pasado, necesitaba decir quiénes eran y qué hicieron conmigo y mi hijo, así que organizamos la primera marcha por justicia. En total fueron tres marchas y se me fue sumando más gente, más víctimas. Comencé a leer y a enterarme qué fue lo que me había pasado y a entender que había sufrido violencia obstétrica, y que existe una ley de parto humanizado que debían conocer los médicos y yo misma”. En esta búsqueda aprendió de términos médicos, historias clínicas, informes forenses, autopsias y actas de defunción. Hizo la denuncia penal apenas comprobó que varias de las cuestiones nombradas en estos papeles oficiales no coincidían con lo que ella vivió. Y comenzó a viajar a Posadas para pedir respuestas. Fue al Inadi porque no tenía acceso a un abogado por imposibilidad de pagarlo; fue a la oficina de Acceso a la Justicia; fue al Ministerio de Derechos Humanos y al Ministerio de Salud. En el hospital Madariaga alguien le recomendó contención psicológica, y la derivó con una médica del Hospital Carrillo. Fue el principio del proceso que la fue transformando en lo que hoy es: una luchadora, futura abogada y porqué no, futura madre que pese al dolor, aprendió a respirar de nuevo. Hoy está empeñada en hacer conocer la Ley 25.929 y ayudar a muchas otras mujeres que fueron víctimas como ella. Entera y fortalecida encara su lucha por justicia con una mirada positiva. Además está empeñada en la conformación de un grupo de ayuda que trabaje en la promoción de la legislación vigente para que todas las madres que van a parir conozcan sus derechos. Pero su meta más grande es orientar a las víctimas para que encuentren el camino de salida del infierno. Se puede vivir sin odio. Ella aprendió cómo. Por Mónica [email protected]





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