Africa se muere de sed, literalmente. El 50% de la población de los países más pobres del continente es menor de 18 años, y un gran porcentaje de estos menores son huérfanos porque sus padres no lograron siquiera llegar a los 45 años, uno de los promedios de esperanza de vida más bajos del planeta. Hace unas semanas Iris Etel Kinder volvió de este continente mítico, maravilloso y perverso a la vez después de misionar por tres meses. Apenas pisó de nuevo la tierra colorada, supo que va a volver para quedarse, porque descubrió que en cada par de ojitos negros que la esperan allá hay una necesidad que la trasciende y la atraviesa. Iris viajó al continente negro en el marco de un programa solidario y de acción social de la iglesia evangélica a la que pertenece en Posadas. Preparó el viaje durante mucho tiempo, aunque la primera incursión en realidad fue exploratoria, porque “los verdaderos misionarios saben que van, pero no saben si vuelven, ya que tienen que estar dispuestos a quedarse donde Jesús los necesite”. “Convertirse en un misionario es una experiencia que te cambia la vida. Involucra sacrificio, la necesidad de cambiar una realidad con un pequeño aporte, la capacidad de dejar a un lado los miedos y prejuicios y un gran deseo de ayudar a otros. En los distintos países de África hay muchos misionarios cristianos, tanto evangélicos como católicos”, cuenta esta rubia y jovial profesora de un gym que decidió darle un vuelco a su vida ahora que sus tres hijos están grandes y ya independizados. A diferencia de muchos otros que llegan al continente con las mismas metas pero sin suficiente conciencia sobre los extremos que deberán soportar, ella se adaptó rápidamente a las carencias cotidianas, como dormir en una estera, sentarse en el piso, comer con las manos y orinar en donde se pueda apenas tapada con la capulana, esa pieza de tela multicolor típica de Mozambique que cubre el cuerpo de las mujeres y sirve prácticamente para todo, incluso para acarrear pegados a la espalda a los bebés o para armar un turbante en el que apoyar canastos enormes o bidones de hasta 20 litros de agua. Las experiencias que vivió también la ayudaron a revalorizar cosas sencillas, como la posibilidad de tomar un vaso de agua fresca o cepillarse los dientes. Tanta es la necesidad que vio y sintió en el cuero propio al aceptar la misión, que ahora espera poder ayudar en la recaudación de fondos para la perforación de un pozo para la extracción de agua potable en una aldea de Boa Vista, en la ciudad de Chimoio, lugar en el que otra mujer misionaria de la ciudad argentina de Rosario intenta construir un orfanato. La meta no es sencilla porque son miles de dólares los que necesitan juntar: “Las pocas empresas que hacen los pozos perforados cobran un precio exorbitante, por lo que se hace imposible para las comunidades pobres acceder a este servicio. No hay agua, pero no es que no haya por un rato, no hay nunca, no tienen de dónde sacarla, es una situación extrema y desesperante. Necesitan que los ayudemos y con esta idea me volví”, cuenta Iris, que desde su humilde aporte fabricó anotadores y blocs de papel con fotos de la misión para venderlos en distintas ferias y depositar lo recaudado en la cuenta del proyecto comunitario al que ayuda. En esta aldea en particular, las mujeres y los niños caminan hasta cinco kilómetros con baldes y tachos en la cabeza para conseguir agua potable en un pozo privado, es decir que pagan para acceder a cada litro. Cuando llegan al pozo y pagan lo que les cobran, vuelven otros cinco kilómetros cargados con pesos inverosímiles. Ese mismo trabajo también lo hizo Iris en su estadía. La escena, cuenta, se repite en todas las aldeas pobres por dos razones: los hombres no hacen ningún esfuerzo y son las mujeres y sus hijos las que deben proveer a la familia con el agua y el alimento; y la escasez es tal que la especulación se volvió el negocio más rentable de quienes son dueños de los pocos pozos perforados. Para estas personas trabajan los misioneros con sus pequeñas obras que buscan mejorar aspectos elementales de la calidad de vida. Toda misión tiene que ver con profundas convicciones y necesidades del alma, y en el caso de Iris esa necesidad, además de estar motivada por la fe, nació cuando era muy chica y soñaba con trabajar en otro país y ayudando a los demás. “Me acuerdo que en una escuelita bíblica a la que iba de chica nos contaron la historia de una nena huérfana en África y me impactó. Creí, hice mi vida, crié a mis hijos y siempre supe que tenía que ir”, cuenta. Ahora enfrenta la preparación para convertirse en una misionera de verdad que en breve emprenderá ese viaje que la lleve “a donde Dios la envíe” y sin tiempo de vuelta. Su viaje definitivo. Despojo total, desprendimiento absoluto. Eso es para lo que se entrena. Todos los que quieran ayudarla en el “mientras tanto”, pueden contactarse con ella por Facebook, donde aparece con su nombre completo. Ella, por ahora, sólo sabe que hay lugares en el mundo donde puede hacer la diferencia, ya sea acarreando un bidón de agua o dándole una caricia a ese niño de ojitos negros que la sigue esperando allá, al otro lado del mundo. Por Mónica [email protected]





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