-Te mato… -dijo José a su hermano apuntándolo con la escopeta 16 de dos caños.-Dejate de embromar. Ya te dije que no juegues con eso -respondió con severidad Rubén.-Sos un miedoso… si sabés que por tu culpa gastamos al santo cohete, los dos únicos cartuchos que teníamos. -Mirá -indicó José al tiempo que amartillaba los dos cañones de la escopeta y apuntando al cielo tiraba de uno de los gatillos.Se escuchó un ¡tic! Y luego de tirar del otro gatillo, el otro ¡tic! Efectivamente, la escopeta no estaba cargada.-¡¿Viste?! ¡Miedoso!Ese día habían ido hasta la cañada, a ver si podían cazar unos patos sirirí. El problema era que sólo tenían dos cartuchos, los dos últimos que quedaban de la caja de veinticinco. Para empeorar la cosa, el que hizo los disparos fue Rubén, el hermano mayor ¡y erró los dos tiros! Eso le dio mucha bronca a José, que había estado cargoseando todo el día, para que al menos lo dejara tirar una vez.Siempre pasaba lo mismo cuando salían a cazar, porque para Rubén, de dieciséis años, era toda una responsabilidad darle la escopeta a su hermanito cuatro años menor. El padre siempre recomendaba y ordenaba que el único que podía tirar con la escopeta era Rubén. Aún así, éste siempre se la prestaba a escondidas y poco a poco, José fue aprendiendo a manejar el arma y a disparar, y la verdad es que tenía buena puntería.Desde temprano, cuando salieron esa mañana rumbo a la cañada, José ya empezó a cargosear con que quería tirar un tiro. Y su cargoseo interminable tenía que ver con que después de disparar esos dos cartuchos, no habría más proyectiles hasta que el padre fuera nuevamente al pueblo a comprar otra caja. Rubén no le hacía mucho caso y entre pitos y flautas, llegaron al sitio de los patos.Las aves estaban en un claro de la cañada, detrás de unos juncos y bastante lejos de la orilla. Tuvieron que caminar sigilosamente en el agua, para posicionarse bien antes de hacer los disparos. Como no podían hablar, José ahora insistía tirándolo de la manga de la camisa y haciéndole señas para que le diera la escopeta. Rubén le dio un candú para que se quedara quieto y dejara de molestar. Luego, le hizo señas de silencio absoluto y de que se quedara quieto en ese lugar, mientras él avanzaba unos metros más entre los juncos, con la escopeta lista. Los patos nadaban tranquilamente, y Rubén ya estaba a punto de disparar, cuando, de repente, algún ruido o algo espantó a las aves, que de golpe levantaron vuelo todas juntas.Ahí nomás Rubén se levantó de su escondite y apuntando a la bandada en vuelo, realizó casi al unísono los dos disparos. Ni los despeinó a los patitos. Ni una mísera pluma cayó. Esto le dio pie a José para enojarse mucho más todavía, y que comenzara a recriminarlo: que era un egoísta, un mal hermano y que encima tenía mala puntería. Rubén, masticando bronca por haber malgastado los únicos cartuchos, caminaba sin decir nada.Pero ahora estaban ahí, en el galponcito del maíz. Rubén embolsando espigas y José, retobado, no quería ayudarlo, y como no había podido tirar, entonces se dedicaba a apuntar aquí y allá con la escopeta, y disparar en falso. Cada tanto apuntaba a su hermano, un poco con rabia y otro poco porque sabía que eso no le gustaba a Rubén.De repente, se paró a dos metros y de nuevo lo apuntó, diciéndole:-Ahora sí. Ahora sí que te mato. Despedite de todos tus familiares y amigos, porque te vas al otro mundo.Rubén, que estaba tratando de cerrar una bolsa, levantó la vista, mientras veía que su hermano, con la escopeta a la altura de la cintura y sin dejar de apuntarle al pecho, amartillaba los dos caños. Aunque sabía que estaba descargada, esas cosas siempre lo asustaban. Antes de que pudiera retarlo, ya escuchó el primer ¡tic! del disparo en falso. Eso lo enojó más todavía. Soltó la bolsa para quitarle la escopeta, al tiempo que empezaba a recriminarlo:-¡Por vivo ahora no vas a tirar un solo tiro en todo el año!Estas fueron sus últimas palabras. Apenas había dado un paso hacia su hermano, para quitarle el arma cuando un gran estruendo sacudió el galponcito.José sintió una gran patada, un sacudón que tiró sus brazos para atrás, ya que la culata, al no estar apoyada firmemente, siempre patea mucho.El estampido, la humareda, el olor a pólvora, y ver a su hermano que saltaba por el aire con el pecho destrozado, fue algo que el chico no podía comprender. Ni comprender, ni creer, ni nada. Porque era un chico, porque el arma estaba descargada y porque él jamás hubiese pensado en matar a su hermano.Lo único que quería era asustarlo. Hugo Mitoire Escritor y médico • Chaqueño, reside en Oberá• Titular de la Biblioteca Pública “Sarmiento” Nacido en Margarita Belén, Provincia del Chaco y con infancia transcurrida en La Leonesa, se graduó como médico y se especializó en cirugía general en Corrientes capital. En 2004 dejó el bisturí trocándolo por la birome.Con sus primeros libros ya pudo adquirir una computadora donde los misterios, los duendes, las brujas y el terror quedarían para siempre almacenados, listos para aflorar en cualquier momento cuando su protector y difusor los requiera. Actualmente vive en Oberá donde es director de la Biblioteca Pública Sarmiento.





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