POSADAS. Treinta y cinco años después del arribo de las primeras 16 familias al predio de la “expoferia”, al lado del entonces balneario El Brete, los laosianos asentados en esta ciudad lograron una inesperada amalgama con los criollos a través de la práctica de la meditación, propia de la religión budista que profesan y que adoptaron muchos posadeños en los últimos tiempos.El duro proceso de integración que tuvo que afrontar este grupo de refugiados de guerra llegado a Misiones en el marco de un programa de la ONU, tuvo así un giro insospechado décadas atrás.Hoy, posadeños que adquirieron el hábito de meditar como parte de disciplinas alternativas basadas en la cultura oriental, llegan de visita y sin necesidad de aviso previo al templo budista que la colectividad laosiana construyó en “La Colonia”, un predio ubicado en el barrio Aeroclub, sobre la ruta nacional 12, frente al complejo de viviendas Itaembé Guazú.El templo permanece abierto, todos son bienvenidos y no es necesario pedir permiso para entrar, siempre que se esté dispuesto a ingresar descalzo y a respetar la quietud y la paz de tan particular atmósfera. Ni siquiera es necesario ser budista, aclara Kisue Insriyiengmay, el encargado del templo, y de hecho “no le preguntamos a nadie sobre su religión”.Allí también se construye la figura de Buda más grande de la Argentina, un hito que termina por completar el fascinante imán que ahora genera esta comunidad sobre cientos de “buscadores espirituales”.La última fiesta anual que se realizó en el templo en el mes de febrero reunió a casi todas las familias laosianas del país y a monjes budistas de distintas nacionalidades, y también contó con la presencia y activa participación de posadeños que se plegaron a los festejos. Simplemente llegaron, compartieron ceremonias, mantras, bendiciones y se estremecieron igual que el resto con el profundo y vibrante sonido del gong. El tan particular fenómeno parece haber dejado definitivamente atrás una historia de rechazos, maltratos, carencias y discriminación.“El templo es para todos”No existen datos actualizados de la cantidad de personas que componen la colectividad laosiana en Posadas, aunque ellos estiman que son, aproximadamente, 100 familias. El 95% profesa la religión budista, y la meditación es la práctica budista por excelencia. “Yo vengo a meditar porque el ambiente ayuda, el templo tiene una energía especial, me dieron ganas de compartir la fiesta con ellos y acá estoy” contó José, un posadeño que ya tomó como hábito “pegarse una vuelta” por el templo de los laosianos cada tanto.Al fondo del templo, una dorada imagen de Buda de casi dos metros de alto parece observar a todos desde una tarima. Sobre las paredes hay imágenes del Príncipe Siddhartha en su camino a la iluminación, arreglos y guirnaldas de flores naturales, varios recipientes para colocar velas, el consabido gong y el aroma persistente de los sahumerios. El piso está cubierto de alfombras predominantemente rojas y doradas que hacen más cómoda la meditación en la “posición de loto”, y para ingresar al lugar, el único requisito es entrar descalzo.Durante las ceremonias, la bendición de los alimentos y las donaciones son hitos fundamentales. Los alimentos se comparten en comunidad y el dinero sirve para continuar con la construcción del Buda gigante del patio central, que tiene más de catorce metros de alto y que va tomando forma gracias al aporte de todos los laosianos del país.Angélica y un grupo de posadeños hicieron un “retiro” en el templo. Ninguno es budista, pero practican la meditación. “Disfrutamos de este espacio, nos gusta meditar y la apertura de la comunidad nos conmueve”, refirió.Esa apertura no es casual. Con el templo y la estatua gigante de Buda, las coloridas banderas de oración, la presencia eventual de monjes provenientes de distintos países y la posibilidad de que cualquiera, respetuosamente, haga uso de las instalaciones para meditar, son “un llamado de atención sobre la paz, una invitación a reflexionar sobre los Derechos Humanos, una declaración de que todos somos iguales”. En definitiva, un mensaje de hermandad que les hubiera encantado encontrar cuando llegaron.Sin país, sin lengua y sin derechosLos laosianos llegaron a la Argentina como refugiados de guerra bajo el auspicio del Alto Comisionado de las Naciones Unidas para los Refugiados (Acnur) durante la última dictadura militar. Arribaron a Posadas en marzo de 1980, cuando gobernaba la provincia el entonces interventor militar Rubén Pacagnini. El panorama socioeconómico era sombrío en Misiones como en el resto del país, y en este “clima”, arribaron las primeras 16 familias con el propósito de trabajar como empleados rurales o mano de obra para el campo, en el marco de un programa que pronto se convirtió en un estrepitoso fracaso, pese al fuerte apoyo económico internacional.Es que ninguno de los refugiados había trabajado antes en la agricultura (eran militares, docentes o comerciantes que lo dejaron todo huyendo del horror de la guerra), no hubo acompañamiento al proceso de integración, nadie les ayudó con el idioma y los trabajos que les dieron rozaron la más cruel explotación. A las 16 familias iniciales pronto se le sumaron decenas más que llegaron desde otros puntos del país por cuenta propia escapando de las mismas condiciones de abuso para instalarse en El Brete, atraídas particularmente por el clima misionero similar al de Laos, y por la posibilidad concreta de conseguir alimento con relativa facilidad pescando en el Paraná o recolectando brotes de tacuara, especias y verduras variadas que integraban la alimentación tradicional de su país de origen.Cuando comenzaron a organizarse para reclamar mejores condiciones de vida y para denunciar el incumplimiento de los compromisos internacionales por parte del Gobierno argentino, literalmente fueron encerrados el predio de El Brete sin ayuda económica alguna. El predio fue rodeado de alambrados y policías que no les dejaban salir, ni cocinar sus alimentos (les daban de comer de una olla comunitaria) ni socializar con los posadeños. Pasaron de un campo de refugiados en Tailandia, a otro campo de refugiados en Posadas, Misiones.El largo camino del perdónA poco de llegar y padecer esas duras condiciones de vida, con las libertades cercenadas y sin un peso de la ayuda económica internacional que supuestamente se les destinaba, fueron tildados de “revoltosos” por las autoridades militares de entonces que alimentaron el imaginario sobre las supuestas “raras costumbres” gastronómicas de los refugiados. Muchos inmigrantes todavía recuerdan con dolor que los posadeños los apuntaban por la supuesta desaparición de perros, o cuando los culparon de
haberse “robado un cadáver” de una de las victimas de la tragedia de Austral. Ninguno de los dos mitos urbanos tuvo el más mínimo asiento en la realidad, pero causaron un enorme daño a la ya sufrida comunidad laosiana y fueron factores que definitivamente frenaron el ya de por sí desastroso proceso de integración.Fueron comienzos difíciles para los refugiados del sureste asiático en Misiones. Tuvieron que aprender a sobrevivir antes que a hablar el castellano. Después de años de miserias, los más osados se las arreglaron para viajar y comprar ropa al por mayor en Buenos Aires que luego vendían casa por casa por los barrios de Posadas. De contextura delgada y estatura mediana, llegaban a la puerta de cada vecino cargando pesadísimos bultos con pantalones de jeans, camisas, remeras. Al grito de “lopa, lopa” se abrieron camino en el comercio y en la vida en comunidad. Treinta y cinco años después las condiciones que enfrentan no son las ideales, pero sus hijos se sienten totalmente argentinos y están muy integrados, todos hablan el castellano y la mayoría estudia y trabaja, aunque respetan a rajatabla sus tradiciones y son orgullosos de su origen. Los vecinos ahora reconocen su cultura, la templanza de su carácter, sus habilidades en la reflexología, sus buenos modos y ahora también, las bondades de su religión. Tal como les enseña el budismo, ellos no guardan rencores. Sufrieron en Asia, sufrieron acá, pero devuelven paz, apertura, alegría y perdón.





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