Treinta años después, se detuvo a descansar bajo la sombra del último árbol del monte, agobiado por el terrible calor literalmente cocinando todo lo que se le interpusiese, cuando según sus anotaciones llevadas en unas mil agenditas bien guardadas en un baúl hecho por él mismo de un noble paraíso, el cual arrastraba sin ningún problema tirado por las últimas lianas que se hayan visto por el hombre, consiguió lograr su meta tan soñada. Fue entonces cuando se sintió muy importante, un casi rico, obviamente faltaba cobrar la recompensa. Guardaba celosamente entre sus ropas el contrato que había firmado con don Matiauda, un hombre de ley como él, poniendo el dedo pulgar derecho entintado sobre aquella hoja amarilla. No sabía leer, pero confiaba en aquél noble varón cuando le dijo “se pagará la cifra de diez mil pesos fuertes si don Brutus Ignorantus logra derribar un millón de árboles de la Selva misionera”. Esas palabras sonaron como el más bello de los chamamés en sus oídos. Primero miró hacia el norte, de donde venía el viento cálido, después miró hacia el este, de donde salía el precioso sol cada mañana, luego al oeste, donde se ponía y por último al sur, de donde en las últimas tres décadas nunca sopló el viento frío. Su rostro expresó un gesto adusto de alegría, ya había talado todo el monte y como aún le quedaba tiempo para echar al último árbol, se permitió por primera vez darse un pequeño gustito y se tomó una siestita. Se levantó exultante, victorioso, sabedor de haber alcanzado su sueño más glorioso, y por alguna razón extraña miró por un instante a la razón de su existencia frente a su humanidad y con un dejo de nostalgia tal vez o vaya saber qué raro sentimiento, en pocos minutos derribó aquel precioso y último árbol. Como era metódico, tomó su agendita y cuando se disponía a anotar la última rayita comprobó casi con fastidio que se había acabado la mina de su pitoco lápiz. Pensó un rato y decidió volver con sus agenditas a cuestas hasta el borde de la civilización, esa que ya no sabía ni se acordaba cómo era…¡habían pasado nada más y nada menos que treinta largos y penosos tórridos veranos! Pero él no pensaba en el sacrificio hecho, sólo pensaba en la nueva vida de placeres que le esperaban en Buenos Aires, después de cobrar sus recompensa, por supuesto. Los primeros meses de caminata por el desierto fueron terribles, la falta de agua lo fue diezmando, tan sólo mantenido por algún charquito de aguas sucias hallado a su paso. Lo único que podía comer a veces eran las horribles langostas que pasaban volando sobre su cabeza y que volteaba a machetazos, pero él era fuerte y resistía estoicamente hasta que un día, cuando parecía una sombra, un fantasma del aquél hombre fuerte y apuesto que alguna vez lo fue, escamoso y arrastrado como una yarará que está cambiando su cuero finalmente pudo ver a lo lejos la costa del río Sus manos estaban llagadas de tanto arrastrar el baúl con las agenditas que al fin y al cabo eran su único medio de prueba de haber talado el millón de árboles. Apenas pudo llegar al basural del pueblo, donde vivían los indios que antiguamente habitaban el monte talado por él mismo, levantó su mano desde el suelo y un anciano guaraní lo vio y fue a rescatarlo. Los indios que eran bondadosos le dieron lo único que tenían a mano: aguas contaminadas y restos de comida rescatados de las bolsas de basura. Brutus quien no comía ni bebía hacía por los menos una semana, igualmente tomó y comió aquello ofrecido por los indios y les agradeció por tanta hospitalidad. Se repuso apenas, volvió a pararse sobre sus dos pies y con la ayuda de otros indios arrastró el baúl hasta la oficina de la compañía. Grande fue la sorpresa de Brutus al no encontrar aquel maravilloso río Iguazú, de cristalinas aguas, lleno de peces gigantes y bordeado por montes verdes, tal como lo había dejado hacía tanto tiempo. Sólo encontró su lecho seco con chatarras de toda índole apenas asomando entre los últimos barros. Pero eso a Brutus no le importaba, íntimamente sabía que muy pronto aquella pesadilla formaría parte del pasado y ahora sólo importaba rendir cuentas a su señor y finalmente cobrar el bendito dinero, motivo por el cual taló esos árboles. Entró a la oficina de la tesorería, se presentó con su contrato en manos, puso el millar de agenditas perfectamente acomodadas sobre el escritorio de madera y esperó pacientemente que los contadores hagan el arqueo. Después de unas quince horas , ya bien entrada la madrugada, el tesorero le dictó al contador más joven: 999.999 árboles cortados. Ahí recordó que se había quedado sin mina en su gastado lapicito, por locual no anotó el árbol 1.000.000.Fn vano explicar a contadores y al tesorero de esa pequeña falla, en vano decirles que en aquel desierto ya nada quedaba, ni una miserable piedrita de ladrillo para anotar el árbol que faltaba. Todo fue en vano, contratos son contratos y están para cumplirlos.Brutus no se ofendió, por que era un hombre de ley, si no había anotado el último árbol cortado, era él el único culpable. Sin más trámite y con sus últimas fuerzas dsiponibles , se fue a mirar el lecho seco del río y se puso a pensar qué haría con su vida. Mientras recordaba las maravillas que sus ojos ya viejos y medio borrosos habían visto alguna vez, lloró por primera vez en su vida, como un niño quien ha perdido a su madre en el tumulto, y recién ahí pudo comprender aquello hecho a los demás hombres y animales por causa de su ambición desmedida.Mientras mascullaba su dolor, uno de los indios más viejos se le acercó, lo tomó por el hombro y le dijo:- Hermano blanco, tú que has sido nuestro azote, tú nos has quitado la vida del monte, tú te has llevado el agua de los ríos y arroyos, ahora que ya nada tienes para ofrecernos, ahora seremos nosotros, tus víctimas, quienes te salvaremos.Brutus que no entendía n
ada de nada, recibió en sus manos una alforja de bellos colores, hecha por los propios indios guaraníes. Se enjugó las lágrimas y miró en su interior: sorprendentemente había semillas de todas las especies de los árboles talados en los últimos treinta años por él. Fue allí, en ese preciso instante, en ese preciso momento donde todos los hombres alguna vez reflexionan sobre su verdadera existencia, sobre la verdadera razón por la cual un hombre debe vivir sobre la faz de la tierra, cuando Brutus, el hachero ambicioso, se volvió hacia el desierto profundo e inconmensurable creado por él mismo y decidió cambiar de profesión: sembrador de árboles, sembrador de ríos de esperanza para que nunca más la humanidad y la naturaleza padezcan tanta tristeza y humillación…





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