Valeria Fiore
Abogada-Mediadora
IG: valeria_fiore_caceres
La Navidad llega despacio, como un latido suave que insiste. No irrumpe, no avasalla, no se impone. Se abre camino en silencio, sin ruido pero con presencia para recordarnos algo que olvidamos con facilidad: lo divino elige la fragilidad para manifestarse.
En un tiempo en el que se celebra la perfección y se esconden las heridas, la Navidad nos trae un gesto superador: Dios nace pequeño, humilde. No para infantilizarnos, sino para mostrarnos que solo quien se atreve a habitar su propia vulnerabilidad se vuelve capaz de amar de verdad, me refiero a esa pequeñez que tiene permiso para entrar donde la dureza no puede.
En un mundo que nos presiona a construir identidades impecables, exitosas, brillantes, la Navidad susurra otra verdad: no necesitamos ser perfectos para transformarnos. La transformación no ocurre cuando dejamos de tener sombras, sino cuando por fin aprendemos a mirarlas con amor. Eso que descubrimos en este camino de Adviento -las heridas, los miedos, las contradicciones, los gestos que nos avergüenzan- no son obstáculos: son lugares donde Dios quiere nacer.
Porque lo que Jesús inaugura no es una santidad sin grietas, sino una humanidad reconciliada consigo misma. La espiritualidad cristiana nunca fue evasión, siempre fue encarnación: abrazar nuestra historia, no negarla; habitar nuestra carne, no superarla; mirar de frente lo que duele, sin destruirnos por ello.
Llegamos al final del viaje iniciado hace tres domingos: despertar, sanar, alegrarnos… para finalmente transformarnos. Una transformación que no necesariamente implica mejorar, corregir o pulir hasta ser otra cosa. Transformar es dejarnos tocar, dejarnos mover, dejarnos fecundar. No consiste en hacer desaparecer nuestras sombras, sino en integrarlas con amor para que no sigan gobernando desde la oscuridad.
Es una invitación a no limitarnos a contemplar la luz fuera de nosotros, sino a permitir que esa luz encuentre un espacio donde habitarnos. Transformarse es hacer lugar, dejar nacer y abrazar nuestra humanidad.
La Navidad se vuelve real cuando miramos a quien tenemos cerca como quien mira un misterio. Cuando reconocemos la dignidad del otro sin exigir explicaciones. Cuando abrimos la mesa, acompañamos, ofrecemos un gesto sencillo de amor. La convivencia es una gran oportunidad para esta transformación porque es en esa trama donde nos encontramos con las heridas y la belleza del otro.
Porque la luz no es un concepto espiritual: es un modo de vivir. Cuando la luz se vuelve acción, Navidad deja de ser fecha y se vuelve camino.
Hoy nace la luz que buscamos desde el primer domingo. Una luz que despierta, que sana, que alegra… y que transforma. Una luz que no exige perfección, sino verdad. Una luz que abraza nuestras sombras sin escándalo. Una luz que nos recuerda que la humanidad es presente y tiene futuro.
Hoy, un Dios pequeño vuelve a enseñarnos que lo grande es amar. Y que el lugar donde Dios quiere nacer no es el que ya iluminamos, sino aquel que todavía tememos mirar.








