“El hombre es el único que tropieza siempre con la misma piedra”… No es por falta de inteligencia o por incapacidad. Sucede que cuando el discernimiento no viene de la mano de la razón, el hombre no aprende de la experiencia y vuelve a equivocarse en una situación semejante.
En los años que Javier Milei y su armado político llevan en el poder sufrieron varios reveses legislativos que obligaron a recalcular el plan, si es que existe tal cosa. Pero todo indica que las “piñas” legislativas del pasado reciente no fueron suficientes. Bastó apenas una victoria holgada en una elección para repetir volver sobre los mismos errores.
El oficialismo eligió meterse otra vez con los discapacitados y el financiamiento educativo sin pasar por la discusión parlamentaria. Intentó cambiar más de medio siglo de normativas laborales en apenas unos días y en medio de las fiestas. Las reformas laborales son, desde todo punto de vista, siempre polémicas. Requieren de un debate abierto, serio y no uno a las apuradas, por capítulos, con artículos ocultos.
El Gobierno llegó al recambio legislativo convencido de que el triunfo electoral había ordenado el tablero. Más bancas propias, aliados formalizados, gobernadores dispuestos a negociar y una hoja de ruta clara: Presupuesto, reforma laboral, reformas “de segunda generación”.
En la Casa Rosada se respiraba la sensación de que, ahora sí, la política iba a acompañar al programa económico. Pero el Congreso devolvió otra imagen. Mucho más áspera.
La primera gran sesión con la nueva conformación dejó al descubierto una fragilidad que el oficialismo creía superada: artículos clave del Presupuesto 2026 rechazados, alianzas resentidas, reproches cruzados y una reforma laboral que pasó del apuro al freezer. El engranaje de la rosca, que se suponía aceitado después de octubre, se trabó cuando más se lo necesitaba.
La postal de la madrugada en Diputados fue elocuente. Oficialismo y kirchnerismo votando juntos para designar auditores en la AGN, mientras aliados históricos abandonaban el recinto o denunciaban un atropello institucional. No fue solo una maniobra procedimental: fue un mensaje político. El Gobierno cruzó una línea simbólica que había convertido en contundente relato y lo hizo sin medir el daño colateral.
El argumento interno fue pragmático: había que cerrar la Auditoría, asegurar lugares, evitar sorpresas. Pero en política la forma es fondo. La decisión detonó un malestar profundo en el PRO, en sectores de la UCR y en bloques provinciales que hasta ese momento venían funcionando como socios confiables. El resultado fue inmediato: “ley por ley”, “quórum por quórum”, “que lo consigan solos”.
Ese clima enrarecido fue el telón de fondo del debate presupuestario. El Gobierno forzó la inclusión de la derogación de las leyes de financiamiento universitario y de emergencia en discapacidad, convencido de que el argumento del equilibrio fiscal alcanzaría para disciplinar voluntades. No ocurrió.
Gobernadores dialoguistas se desmarcaron, diputados que habían acompañado en general se dieron vuelta en particular y el oficialismo terminó celebrando una media sanción pírrica, una que no lo conforma.
La reacción libertaria fue doble y contradictoria. Por un lado, acusaciones de traición y advertencias de veto. Por el otro, una rápida marcha atrás y el inicio de negociaciones para “corregir” en el Senado lo que no se pudo imponer en Diputados. El problema es que esa secuencia volvió a exponer lo mismo: decisiones tomadas tarde, sin consenso previo, y una arquitectura política superpuesta, en la que nadie parece tener la lapicera definitiva.
La postergación de la reforma laboral terminó de confirmar el diagnóstico. Durante semanas se insistió con que los votos estaban. Que el dictamen salía. Que el 26 de diciembre sería el día. Pero cuando el Presupuesto empezó a crujir y la CGT llenó la Plaza, el acelerador se levantó de golpe. No fue una pausa estratégica: fue la admisión de que el margen político es más chico de lo que se había “vendido”. La pregunta incómoda empezó a circular incluso entre aliados: ¿qué cambió realmente después de la elección? La respuesta es inquietante: los números (la economía) no mejoraron y el método (la política) sigue siendo frágil.
Y aquí aparece el segundo plano, el que suele quedar fuera de la rosca pero termina condicionándola. Mientras el Gobierno juega partidas simultáneas en el Congreso, la economía doméstica entra en una zona de tensión cada vez más visible. La mora en los créditos a las familias alcanzó niveles récord, no vistos en más de quince años. En apenas doce meses, el porcentaje de hogares con dificultades para pagar sus deudas se triplicó. Como dato técnico es un verdadero síntoma alarmante.
Las tasas de interés, llevadas a niveles extremos para contener al dólar antes de las elecciones, asfixiaron presupuestos familiares ya debilitados. El crédito, que debía ser motor de consumo y reactivación, se convirtió en un salvavidas de plomo. Préstamos personales y tarjetas lideran el deterioro, mientras los bancos empiezan a recalcular riesgos y a frenar la oferta.
El contraste es revelador: las empresas muestran una mora mucho menor que los hogares. El ajuste pega primero y más fuerte en las familias. Salarios que no alcanzan, deudas que crecen, pagos que se postergan… la historia de siempre.
En ese contexto, no sorprende que la protesta sindical vuelva a escena, ni que aparezcan señales de malestar extremo en sectores sensibles. Cuando la política acelera sin red y la economía cotidiana se endurece al mismo tiempo, el margen de error se reduce peligrosamente.
El Gobierno insiste -con cierta razón- en que el equilibrio fiscal no se negocia. Pero empieza y vuelve a quedar claro que la gobernabilidad tampoco se decreta. Requiere orden interno, previsibilidad hacia los aliados y una lectura más fina del impacto real de las decisiones. Sin un comando político claro, los acuerdos se deshilachan. Sin sensibilidad social mínima, las reformas se desgastan antes de aplicarse.
La advertencia está a la vista: no alcanza con ganar elecciones ni con imponer velocidad. La política tiene tiempos, costos y límites. Y la economía familiar, hoy, marca uno de esos límites.
En ese sentido, el cierre del año muestra una economía misionera que resiste, aunque cada vez más condicionada. Los patentamientos de noviembre fueron una primera alarma: caídas abruptas tanto en motos como en autos, en la comparación mensual e interanual. Más del 40% de baja en un mes no es una oscilación: es una decisión postergada por falta de margen.
El acumulado anual sigue siendo positivo, con crecimientos superiores al 30%. Pero ahí está la clave: se compró antes. El ciclo empezó a mostrar signos de agotamiento cuando el bolsillo dejó de acompañar.
El mismo patrón se repite en el consumo general. No desaparece, se administra. Y para que eso ocurra, el sistema necesita “muletas”. Los programas Ahora dejaron de ser un incentivo para transformarse en una condición de posibilidad. Cerca del 70% de las ventas se concentran en los días de vigencia. Afuera de ese calendario, la actividad se desploma.
Los comerciantes lo dicen sin vueltas: la gente espera el lunes o martes porque no puede comprar de otra manera. Presupuesto calculado, límite de tarjeta ajustado, cuota chica como única salida. Cambian los hábitos, cambian los productos, cambian las prioridades.
La Provincia sostiene estos programas con esfuerzo fiscal, consciente de que sin ellos el golpe al comercio, al empleo y a la actividad sería inmediato, sobre todo en zonas de frontera. Pero incluso las políticas de contención tienen un límite.
Por eso no es menor la decisión de construir un Índice de Precios de Ferias Francas. Medir la economía popular del interior no es solo una mejora estadística: es reconocer dónde empieza a doler antes. Las ferias funcionan como amortiguador y como termómetro. Allí el consumo avisa cuando la cuerda se tensa. Misiones logró resistir mejor que otras provincias, pero los datos recientes muestran cansancio. El consumo sigue, sí. Pero cada vez más asistido, más planificado y más frágil.
La advertencia es clara y atraviesa: si arriba se desordena y la economía familiar se vuelve más rígida al mismo tiempo… el margen de error se achica peligrosamente.





