Durante mucho tiempo creímos -y enseñamos-, que lo que mueve a las personas a cambiar de opinión es la fuerza de los argumentos. Si una evidencia era clara, si las cifras eran irrefutables, si la lógica se desplegaba con precisión quirúrgica, entonces el otro debía ver la luz. Cambiaría de opinión, agradecería la claridad, y todo seguiría en paz. O al menos eso pensábamos.
Pero lo cierto es que la vida real se parece poco a ese salón de debate ideal. ¿Cuántas veces nos encontramos con alguien que, ante una montaña de pruebas, no solo no cambia de opinión, sino que se atrinchera más? ¿Cuántas veces somos nosotros los que, en el fondo, no queremos escuchar lo que nos incomoda, aunque sepamos que tiene sentido?
La psicología y las ciencias del comportamiento han venido a confirmar lo que quienes trabajamos en la gestión de conflictos observamos todos los días, a veces no alcanza con datos, los que generan el cambio, en mayor medida son los vínculos. Son las emociones, la confianza, el sentirse seguro para abrir una grieta en las propias certezas.
Un reciente artículo publicado en The Guardian, titulado “If you want to change someone’s mind, evidence is not enough”, trae evidencia y reflexión sobre este fenómeno. La psicóloga Julia Dhar, sostiene que debatir eficazmente no se trata de ganar, sino de conectar. Y más allá del escenario del debate formal, lo que importa es la relación entre las personas: el respeto, la curiosidad, la humildad.
Implica, muchas veces, reconocer que estuvimos equivocados. Que fuimos injustos. Que lo que defendimos con pasión ya no nos representa. Eso nos expone, nos vulnera. Por eso, como dice el artículo, las personas cambian de parecer con más frecuencia cuando se sienten escuchadas, aceptadas y no juzgadas.
Este enfoque profundiza lo que trabajamos en mediación: ya no se trata de quién tiene razón, sino de cómo nos relacionamos cuando no la tenemos. Se trata de la calidad del vínculo que construimos a pesar de las diferencias.
En mi trabajo con familias, organizaciones y comunidades, he aprendido que los argumentos sólidos son importantes, sí, pero insuficientes. Lo que crea condiciones para el cambio es otra cosa: un gesto, una pausa, una pregunta hecha con genuino interés. Escuchar no para responder, sino para comprender. Preguntar no para atrapar al otro en una contradicción, sino para abrir un espacio nuevo.
Las investigaciones sobre sesgos cognitivos, sobre polarización afectiva y sobre dinámicas grupales confirman que no somos máquinas racionales. Nuestro cerebro filtra lo que percibe en función de las emociones, de las identidades sociales, de los afectos. Y eso no es un error: es nuestra naturaleza. Negarlo solo nos empobrece.
No basta con tener razón, hay que generar las condiciones para que el otro quiera escucharla. Implica que, si queremos influir, más que argumentar, tenemos que vincularnos. Y que el cambio no empieza cuando el otro cambia de opinión, sino cuando cambio la manera de acercarme.
Es un desafío enorme, porque implica pasar de la superioridad moral al encuentro humano. De la certeza rígida a la escucha activa. Pero quizás ahí esté la clave para convivir mejor: dejar de querer ganar todas las discusiones, para empezar a transformar juntos las conversaciones.
Valeria Fiore
Abogada-Mediadora
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