En 2023, uno de los premios más prestigiosos del arte contemporáneo -el Premio Turner, otorgado por la Tate Gallery del Reino Unido- hizo historia al ser concedido no a un artista individual, ni a una obra espectacular, sino a un colectivo de arte comunitario llamado “Array Collective”. Este suceso marcó un antes y un después en la concepción de qué puede ser arte hoy: no un objeto para contemplar, sino una experiencia compartida, profundamente enraizada en lo social.
El colectivo, conformado por once artistas de Belfast, Irlanda del Norte, trabaja en la intersección entre el arte, el activismo y la vida cotidiana. Sus obras no se exhiben en las galerías con un cartel de precio, sino que surgen de procesos colaborativos con comunidades locales. Su propuesta más destacada fue “The Druithaib’s Ball”, una instalación inmersiva que recreaba una taberna imaginaria, donde se abordaban temas como la identidad, la historia colonial, los derechos LGBTQ+, la crisis política del Brexit y las tensiones en Irlanda del Norte.
Más que una escenografía, era un espacio vivo: en esa “taberna” se leía poesía, se cantaba, se tejían vínculos. El público no era espectador pasivo, sino parte de la obra. Esta lógica de participación rompía con el paradigma tradicional del arte como producto terminado y firmaba una declaración contundente: el arte es una herramienta para habitar el mundo de otro modo.
Que el jurado del Turner haya premiado una experiencia así fue un gesto audaz. En tiempos donde el mercado del arte sigue moviendo cifras millonarias y muchas veces gira en torno al ego y la autoría, este reconocimiento celebró el arte como práctica política y comunitaria. Validó procesos por sobre resultados, vínculos por sobre objetos, sentido por sobre valor monetario.
El hecho generó un eco potente en el circuito artístico global. ¿Podía un premio tan institucional abrazar algo tan disidente? ¿Era una apertura real o una estrategia simbólica? Más allá de las interpretaciones, lo cierto es que Array Collective no solo ganó un premio: abrió un camino.
Hoy su trabajo continúa, sin vitrinas ni subastas, en las calles, en las conversaciones, en los cuerpos que luchan por vivir con dignidad. Y nos deja una pregunta clave: ¿qué sentido tiene el arte si no transforma el mundo que habitamos?
Claudia Olefnik
Artista plástica
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