La historia de vida de José “Chocho” Montero fue presentada por su hija, Mirta Amelia Montero, en la 24 Jornada de Historias de Vida de Montecarlo y la Región. Hoy, en nombre de la familia, comparte con los lectores la historia de este hombre sencillo, como agradecimiento y reconocimiento “por tanto esfuerzo para darnos la mejor herencia: una vida con valores”.
Los padres de José o “Chocho”, Ricardo Montero y María del Perpetuo Socorro “Pepa” Toledo, se asentaron sobre Maipú casi Rademacher, en el barrio Villa Urquiza, de Posadas, en tiempos que el lugar era bastante descampado y calles de tierra. Construyeron su vivienda familiar con un gran patio con piso de ladrillo donde había un pozo de agua con un balde y una enramada de jazmín del país que embriagaba de aromas el aire. A ambos lados estaban la cocina y los dormitorios. Separada por un patio, en el que siempre había muchas leñas apiladas, construyeron la panadería “La estrella”, que sería la fuente de trabajo para esta familia numerosa compuesta por la pareja y nueve hijos: Fernando (Varón), Ubaldo, Edmundo (Pibe), Jorge, Lucía Isabel (Nena), Margarita, Miguel, José y Lidia, la única sobreviviente.
Todos los hermanos fueron grandes panaderos y confiteros, menos Jorge, que siempre trabajó en Vialidad Nacional, además de ser electromecánico y trabajar en el taller de reparación en Casa Cohen. También fueron panaderos y confiteros los primos de apellido Arrieta, propietarios de tres grandes panaderías de Posadas. Cuando Don Ricardo abandonó a su familia, fue “Pepa”, ejemplo de esfuerzo, valor y voluntad, quien sacó adelante a sus nueve hijos horneando el pan de cada día.
La infancia de José, como la de todos sus hermanos, transcurrió entre panes y bolsas de harina porque eran los que hacían y vendían la producción de toda la familia. Por la tarde estudiaban en la Escuela 76, donde José pronunció el discurso del centenario. Mirta contó que “allí tenía un maestro que era profesor de matemáticas, que fue quien le embebió con el disfrute de los cálculos. Enseñaba mucho más que contenidos del nivel primario. A eso se debe que en la mesa familiar nos hiciera hacer cálculos mentales multiplicando por dos y hasta por tres cifras. Amaba el álgebra y no se cansaba de enseñarnos”.
Compañera de toda la vida
Ana Elisa conocida como “Silvia”, vivía con su familia en una chacra en San Isidro. Al cumplir 15, su padre expulsó a todos y su madre, María Barrios, se vio obligada a abandonar el hogar y a radicarse en Posadas junto a sus hijos: Ana Victoria, Elvira, Juan, Telma, Ana Elisa, Rosa, María Angélica, Anselma Amelia y Elena Margarita, quienes, a partir de ese momento, adoptaron el apellido Barrios.
Ana Elisa tenía 16 y José, 20 años, cuando se conocieron en un baile donde una orquesta tocaba tango. Bailaron lustrando el piso de la pista. A los 11 meses se unieron y al año, en 1946, nació Víctor Andrés (Tito), el primer hijo de la pareja. En 1947, José se fue a Lapachito, un pequeño paraje chaqueño con escasas chozas con techo de paja, para trabajar como jefe de estación en el ferrocarril. Su esposa se quedó en Posadas y estaba esperando a su segundo hijo, Ricardo. Sola, decidió ir a verlo en el Guayrá, una embarcación de pasajeros que la llevó hasta Corrientes. Ella misma relataba que subió al buque con un pasaje económico y que, por error, la tripulación la ubicó en un camarote muy lujoso, recibiendo todo tipo de atenciones durante toda la travesía. Cuando llegó a Corrientes, cruzó el Paraná hacia el Chaco con una embarcación muy precaria. El resto del trayecto lo hizo en un micro por caminos de tierra. Fue muy complicado porque, como llovía, las ruedas patinaban en el barro y los hombres se bajaban para empujar. Llegar a destino le llevó varios días. La estación del tren era una pequeña y humilde casa donde convivió la pareja. En Lapachito nacieron sus hijos Ricardo y Teresa.
De regreso a Misiones
En 1950 José fue a trabajar al Correo del kilómetro 4, de Eldorado, que en ese entonces era el centro del poblado. Allí era el jefe de correos y vivía en la misma casa donde funcionaba la oficina de correo. “Silvia” salía a juntar ramitas y palos para hacer fuego y cocinar en un precario fogón, “una comida con lo que podía”. En 1951 fue atendida por el Dr. Ramón Gardes, en el kilómetro 2, donde nació Mirta. “El frío era muy intenso en ese invierno y los recursos muy escasos”, especificó la licenciada en historia y magíster en Ciencias de la Educación, encargada de rescatar esta historia.
El Concejo Deliberante de Eldorado declaró Sitio Histórico a un sector del kilómetro 4, donde existen diez construcciones que son emblemáticas, entre ellas, el correo donde trabajó Montero.
En 1952, José se trasladó con su familia a Laharrague, una pequeña colonia de Montecarlo. La principal actividad que se realizaba allí era la extracción de madera y yerba del monte, como la de la mayoría de las localidades asentadas a orillas del Paraná. La producción se enviaba río abajo hacia Corrientes, Rosario y Buenos Aires por medio de jangadas.

Trabajó en el establecimiento Laharrague junto con otros compañeros con los que luego compartía agradables momentos junto con sus familias. Mirta recordó “la gran casa de madera donde vivía la familia Ferreyra. Tenía una larga galería, todo era de madera y muy fresco. Las mujeres hacían manteca casera sacando la nata de la leche recién ordeñada y las batían mucho tiempo hasta que quedaba espesa. Los chicos juntaban huevos del gallinero y verduras de la huerta”. También citó el campo tan verde con vacas, gallinas y gansos. Sentada en un terraplén, veía jugar a mis hermanos sobre los troncos de la jangada que se movía con el oleaje. Nos gustaba sentarnos en la parte alta cerca del río y ver a los obreros trabajar para trasladar los grandes troncos y bolsas con yerba y otros productos”. En 1955 fue a vivir a Piray con su familia. José fue una persona en la cual se forjó una palabra que hoy es utilizada y que hace a las personas alcanzar sus metas: resiliencia. Pues varias veces tuvo que empezar de cero habiendo ya logrado cierta estabilidad económica. Habiendo trabajado intensamente para comenzar y poner en marcha una panadería y estando en una curva de crecimiento incesante, surgió un nuevo obstáculo. Fue entonces que se trasladó a Montecarlo junto a su familia compuesta por él, su esposa y cuatro hijos: Víctor (Tito), Ricardo, Teresa y Mirta. En Montecarlo nacieron Aníbal y Jorge (Cachito).
Amasando esperanza
Fue una persona de mucha fe y perseverancia, que siempre luchó por el bienestar de su familia, buscando nuevas oportunidades, que no le hacían dudar para emprender viajes lejanos. Su hijo Aníbal relató que “inició su trabajo de panadero, sin prácticamente nada, con una sobadora prestada y un horno incompleto que construyó, lo que con el tiempo le llevó ir conquistando, con muchísimas privaciones y sacrificios. Y en ese transitar ya arribando a un desarrollo estable, sucedió que por causas de empleados infieles a quienes les alquilaba la panadería que construyó, tuvo que retomar el trabajo comenzando de nuevo desde cero, ya que produjeron un vaciamiento total en sus instalaciones. Con una motoneta Siambreta 125 se repartía incluso por Guatambú y lugares distantes. Siempre tuvo optimismo y perseverancia trabajando con sus hijos varones”.
En los primeros tiempos vivía en una casa a orillas del arroyo Bonito. La casa estaba construida sobre pilotes. Cuando vino la primera lluvia fuerte, todo el patio era un solo arroyo. El agua corría turbia por debajo de la casa, pero “nosotros nos divertíamos adentro de una batea como si fuera una canoa por el patio”.

Con los pocos ahorros que logró reunir, compró un terreno en Montecarlo donde construyó con sus propias manos, una casita de madera con base de material y un horno con una pequeña cuadra para tener su propia producción de pan.
Hacía pan francés, pan criollo, trincha, pan sobado, pan corona, galletas, bizcochos, facturas, masa negra de miel de caña, pan dulce para las Fiestas, entre otros. Los productos cocinados se colocaban en grandes canastos para que se enfríen para después recién poder embolsarlos.
En los primeros años hacía el reparto con un sulki (o carro panadero) tirado por un caballo, y allí se colocaban los diferentes panes en canastos a granel, para venderlos casa por casa. “Mis hermanos mayores, Tito y Ricardo, vendían casa por casa a pie llevando canastos con pan”, señaló.
Años después fue ampliando la panadería, con mayor comodidad y capacidad de producción. Compró amasadora, sobadora y otras máquinas para facilitar el trabajo. Llegaban los camiones con bolsas de harina directo del Molino Río de la Plata. Eran bolsas de tela que pesaban 70 kilogramos. Estibaban las bolsas sobre maderas y las pilas llegaban casi al techo. Ya el reparto lo hacía con los productos envasados y los distribuía con una camioneta. “Mi papá nunca hizo un despacho para vender el pan”, dijo, y los llevaba a la colonia Guatambú, Guaraypo, Caraguatay, Tarumá, Piray, Laharrague, La Ita, incluso a Eldorado.
También construyó una nueva casa familiar amplia, cómoda, con grandes ventanales donde “nuestra madre” cultivaba gladiolos de muchos colores.
Cuando su hija Teresa cumplió 15 años, “Chocho” fue a Eldorado a comprar un piano alemán. Era un lugar con muchos pianos y él eligió uno muy brillante. “Me emocioné mucho al verlo. Mi hermana estudió pocos años, siguió tocando música popular, y yo estudié desde los 11 hasta los 18 años hasta recibirme de profesora de piano con la profesora Rothe, una persona muy dulce. Fue mi alegría y mi contención”, alegó Mirta.
En 1958 alquiló su panadería y se mudó con la familia a una casa del barrio Alta Gracia, de Posadas. Estuvo un año, pero regresó a Montecarlo para criar a sus hijos en el ambiente tranquilo y sano.

Cuando el nido quedó vacío, el matrimonio con los dos hijos menores, regresaron a la capital de la provincia, dejando la panadería a cargo de Tito, que trabajó en el rubro por mucho tiempo. Alquiló cerca de la avenida Mitre, construyó un hornito donde Silvia y Aníbal hacían una bolsa de pan casero todos los días, mandando vender los productos en bicicleta. Entre otras tantas cosas que emprendió aquí, construyó 16 hornos de barro para panaderías en Posadas y Corrientes, muchos de ellos aún en funcionamiento. También hacía reparación y mantenimiento de pisos de hornos. Era un trabajo muy riesgoso. Salía varias veces para hidratarse y volver a empapar un paño para cubrirse la cabeza.
“Los dos fueron mis ejemplos de vida y mis grandes héroes”, aseguró Mirta Montero, emocionada.
Los mejores recuerdos en familia
Toda la familia compartía largas charlas con muchas risas. “Papá nos relataba sobre su infancia y juventud, nos hacía acertijos y adivinanzas. Mamá era muy dulce, pero a veces también la hacíamos enojar. Él nos enseñaba desde muy chicos el lenguaje Morse, y nosotros en la mesa nos enviábamos mensajes golpeando los cubiertos. Algo que recuerdo es que nos hacía leer mucho. Compraba muchas colecciones, enciclopedias, cuentos, diccionarios. El que todos leíamos era la colección de las obras completas de José Ingenieros. Eran muchos tomos de tapa dura color verde. Entre los títulos estaban El hombre mediocre, Florentino Ameghino, entre otros. Y la enciclopedia Jackson de varios tomos. Cada uno trataba de un tema distinto. El que más usábamos era el de cocina. Sacábamos brazas de la hornalla de la panadería, poníamos en la cocina a leña y con mamá experimentábamos nuevas recetas”.
La madre no solo cocinaba muy rico, sino que también cantaba muy bien. “Tenía una voz muy aguda, muy clara y dulce. Solíamos reunirnos alrededor del piano: Aníbal tocaba la guitarra, Jorge (Cachito) el bombo, Teresa o yo tocábamos el piano y mi mamá cantaba música folclórica o valses como el Desde el Alma”.
Las salidas eran al río Paraná o a los arroyos cercanos: Bonito, Caraguatay, Guatambú. Allí pasaban los domingos, jugando en el agua y cocinando en la costa. “Nadábamos desde el Club de Pesca hasta la Isla Caraguatay y volvíamos caminando por la costa cuando el río estaba bajo. Llevábamos muchas cámaras de auto bien infladas. A orillas del Guatambú cerca del puente por donde pasa la ruta 12, había un descampado con mucha sombra, donde nos instalábamos y cocinábamos, charlábamos y nadábamos. Al atardecer volvíamos cansados y bastante sucios. Solíamos ir al cine Wanderer. Pero ese era el premio si nos portábamos bien en la semana”.








