Hay enseñanzas que no necesitan estruendo, sanciones ni premios. Hay aprendizajes que no se registran en pizarras ni se corrigen con tinta roja. Ocurren en los márgenes, entre el sonido de una puerta cerrándose con suavidad o en la mirada cómplice del docente que sabe esperar. Se llaman aprendizajes implícitos, y hoy la neurociencia nos ayuda a entender cómo ocurren y cómo pueden ser una herramienta clave para transformar nuestras aulas y nuestras formas de convivir.
El concepto de priming —cebado, preparación— parece a primera vista un término técnico. Pero su aplicación es profundamente humana. En psicología, el priming es un fenómeno por el cual ciertos estímulos activan, sin que lo notemos, asociaciones mentales que influyen en nuestra conducta posterior. Es la razón por la cual, si escuchamos reiteradamente que “la gente está más agresiva”, empezamos a notar más discusiones, tensiones, o actitudes defensivas en los demás. No es magia: es el cerebro predispuesto.
En los entornos escolares —y por qué no también en nuestras familias, oficinas y comunidades— el priming puede ser utilizado para fomentar climas de convivencia más saludables, con intervenciones pequeñas pero persistentes. Pequeñas semillas que, bien sembradas, pueden dar frutos duraderos. En esto, la psicología conductista de Thorndike y Skinner fue pionera: sus experimentos mostraban que, con repeticiones sutiles, incluso los gatos aprendían nuevas conductas sin ser plenamente conscientes de ello. Si eso ocurre con animales, ¿qué no podríamos lograr con niños, niñas y adolescentes si afinamos la pedagogía con criterios más humanizados y basados en evidencia?
El priming educacional propone justamente eso: generar entornos que predispongan positivamente al aprendizaje de hábitos deseables, sin recurrir al castigo ni a la vigilancia constante. Por ejemplo, si queremos que los estudiantes no den portazos, podemos intervenir en el entorno: ajustar bisagras, colocar topes, generar condiciones que impidan esa acción indeseada. Repetición tras repetición, se construye un nuevo hábito. Y, lo más poderoso: los alumnos aprenden sin siquiera notar que están siendo condicionados.
Si entendemos que muchas respuestas reactivas, son producto de condiciones contextuales y asociaciones inconscientes, podremos corrernos del paradigma punitivo. No se trata solo de señalar lo que está mal, sino de intervenir inteligentemente en el entorno para predisponer lo que queremos que ocurra.
Educar no es solo enseñar contenidos; es también preparar el terreno para que ciertas formas de estar y de convivir florezcan. Y eso requiere una mirada neuroeducativa, emocional y, sobre todo, compasiva. El priming nos recuerda que no todo lo que transforma se ve. A veces, basta una repetición silenciosa, una señal ambiental, una coherencia persistente entre lo que decimos y lo que hacemos.
Así como el suelo bien preparado recibe mejor la semilla, una escuela, una casa o una institución que sabe cómo predisponer positivamente a sus integrantes, es una tierra fértil para el crecimiento personal y colectivo. Y tal vez, como decía Skinner, al final la verdadera educación sea eso que sobrevive incluso cuando todo lo aprendido se olvida. ¿Y vos? ¿Qué estás sembrando, aun sin darte cuenta?
Valeria Fiore
Abogada-Mediadora
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