El Dr. Marcos Crispín Ortiz (93), neumólogo y diplomado en salud pública, ejerció la medicina por más de 60 años en Posadas y, aunque esté jubilado, no puede permanecer ajeno a la lectura y a las noticias que de alguna manera los acercan a la temática. Nació en barrio Patotí pero, luego de cursar la primaria en la Escuela 1 “Félix de Azara” y el secundario en la Normal “Estados Unidos del Brasil”, viajó a Córdoba para continuar medicina. No sabe bien que es lo que lo llevó a tomar esta decisión, aunque la atribuye a la situación por la que atravesaba una compañera de colegio, que era asmática. “Lo más probable es que haya sido eso lo que llevó a inclinarme por esa carrera”, en una época donde la tuberculosis era una de las enfermedades más comunes, una plaga para toda la humanidad. Empezó a ejercer en el ámbito público como casi todos los que vuelven a su provincia con título en mano. “Me dieron un puesto en el Hospital Madariaga. Vine directo de la universidad a la Sala 7, como se denomina la sala de tuberculosis”, indicó.
Adelantó que en ese momento “recién estaban empezando a aparecer las drogas curativas. Felizmente fueron eficaces y la enfermedad se consideró prácticamente eliminada. Hoy se cura en menos de seis meses de tratamiento. Antes era una cosa de dos años”. Contó que en la época de estudiante “había solo estreptomicina que era inyectable y después el PAS o ácido paraaminosalicílico que era una pastilla, pero demandaba un tratamiento de uno o dos años, que después se redujo a seis meses. Con los antibióticos las cosas cambiaron”.

Confió que, como neumólogo, tenía un gran campo de acción porque, prácticamente, “no había esa especialidad”. Las prácticas las hizo en el hospital Tránsito Cáceres de Allende, de Córdoba, que fue creado específicamente para el tratamiento de la tuberculosis que “es muy debilitante, invalidante”, y “me quedé con esa especialidad”.
El Dr. Ortíz explicó que la tuberculosis “es una enfermedad, más que nada, de la gente que no se alimenta bien, que está débil, porque tiene disminuida su capacidad de defensa. Empieza como si fuera una bronquitis, la gente no le lleva mucho el apunte y se contagia, intrafamiliarmente”.
Relató que, felizmente, con la presencia de las drogas y de los programas que se llevaron adelante, buscando al enfermo, se obtuvieron resultados. “La tarea principal es diagnosticar a tiempo. Nos ocupamos de la detección del paciente por medio de mecanismos de búsqueda de casos, en consultorios de hospitales, salas de primeros auxilios. De toda persona que tuviera tos y catarro por más de quince días, tomamos muestra de esputo. Era la única manera de detectar y de evitar el contagio por medio de la tos y de la gotita de saliva. Hicimos programas de concienciación, difusión, de medicina preventiva”, expresó quien fue jefe del Programa de Control de Tuberculosis por unos 20 años, y estuvo al frente al Círculo Médico de Misiones Zona Sur, por dos períodos de dos años.
Comparando aquellos primeros tiempos con los actuales, manifestó que “la medicina en sí, es la misma. Al paciente hay que diagnosticar e indicar un tratamiento lo más rápido que se pueda. Eso no varía. Las que cambiaron fueron las drogas empleadas, en una época no eran tan eficaces y se tardaba mucho tiempo en el tratamiento. A medida que los antibióticos fueron más eficaces la cantidad de enfermos disminuyó muchísimo”.
Supo andar por Colombia y México becado por la Oficina Sanitaria Panamericana y estuvo como consultor en Colombia y en Venezuela. “Fui designado por la Oficina porque además de la especialidad en neumonología, soy diplomado en salud pública. Primero me dieron las becas y luego una consultoría, lo que implicaba realizar numerosos viajes y evaluar un programa de salud que se estaba desarrollando en alguno de esos países”. Pero, además, el globo terráqueo ubicado sobre el escritorio, tiene marcadas en rojo las rutas correspondientes a los viajes personales. “Todos los países me gustaron. Viajar es hermoso, se aprende, es una gran cosa. Fueron muchos kilómetros recorridos y acá quedó marcado por donde anduvimos: Turquía, Italia, Europa toda, Polonia, Francia, Suecia, Finlandia y todos los países escandinavos, hasta Moscú, donde se tejieron miles de historias. Viajar es una cosa hermosa que vale la pena”.

Tranquilidad
Por estos días, el Dr. Ortíz se dedica a leer, a jugar al tenis. “El deporte es algo que practiqué toda la vida. Al futbol jugué de chico, después básquetbol en el Club Juventud. También un poco de golf en el Club Tacurú. Ahora sigo jugando al tenis con el grupo de siempre, cada vez jugamos menos y nos divertimos más, pero la cuestión pasa por mantener alguna actividad física, algo que considero fundamental. Con 93 años no me puedo quejar, no pienso dejar al tenis, salvo que el tenis me deje a mí”, exclamó entre risas.
Sobre su infancia en el barrio Patotí, del otro lado de la avenida Corrientes, sostuvo que “fue linda porque había varios campitos para jugar a la pelota. Vivíamos sobre Brasil y Lavalle en un terreno de 50×30, cerca de la capilla de Santa Catalina, que era de madera y por la esquina de nuestra propiedad pasaba un arroyo”, describió. Su padre, Teodoro, pertenecía al Servicio Penitenciario Federal, y su mamá, Petrona Fernández, era ama de casa. Juntos criaron a sus once hijos: Alberto, Teodoro, Martín, Elena, Nélida, Héctor –Marcos-, Cristóbal, Fernando, Elsa y Olga. “Los Magri también eran once, y vivían cerca de la avenida Santa Catalina. En esa casa también había siete varones y cuatro mujeres, pero ellos tenían los siete varones seguidos y nosotros éramos salteados. Eran dos familias numerosísimas”, agregó el profesional que no se permite “quejarse de nada” porque “tuve una vida normal, tranquila, sin deudas, con paz espiritual”.
La visita de Leloir
Ortíz recordó con admiración la visita que realizó a su domicilio, el médico, bioquímico y farmacéutico argentino, Luis Federico Leloir, quien recibió el Premio Nobel de Química en 1970. “Fue en 1983 y se ubicó en el mismo escritorio donde estamos haciendo la entrevista. Visitó la Academia Nacional de Medicina, que estaba presidida por mi amigo, Dr. Horacio Rodríguez Castells. Lo invité a que viniera y lo trajo junto a Leloir. Fue un prestigio tenerlo en mi casa. Era una gran persona, extraordinaria, de una humildad increíble”, manifestó.
“Fue muy lindo, con mi señora lo llevamos a conocer las Cataratas del Iguazú en nuestro auto. A raíz de eso, me mandó una nota de agradecimiento”, dijo, en relación a un cuadro colgado en la pared donde expresó que el de Misiones “fue el viaje más agradable que realizamos en los últimos años”.








