El Dr. Pedro Bondar expuso sus 60 años de profesión en su reciente participación en el Ciclo de Charlas organizado por la Junta de Estudios Históricos de Oberá, con el fin de explorar diversos aspectos de la historia local. Durante su intervención, este egresado de la Universidad de Buenos Aires (UBA) hizo un recorrido de la sanidad local desde el hospital rural y sus limitantes en equipamiento hasta llegar a la complejidad con que se atiende hoy en el SAMIC.
Ante un auditorio colmado, se refirió a la salud pública de Oberá, que comenzó en 1939 con el dispensario, que era atendido por un enfermero de apellido Godoy. “Era un pequeño local que estaba sobre la avenida Sarmiento, entre Estrada y Reconquista, camino a Villa Svea. Allí se atendía a la gente que se enfermaba, se ponían inyecciones, vacunas, se hacían curaciones. Después se pensó en un hospital, prácticamente en una chacra. Era un edificio más o menos importante, no tan grande, que no estaba pensado para ese fin. Se lo llamó Hospital Rural de Oberá, y quedaba lejos. El primer director fue el Dr. Faustino Bertoldi, que estuvo poco tiempo. Después fue el Dr. Luis Augusto Derna, que ejerció por casi 50 años la dirección del nosocomio”, manifestó el exalumno de la Escuela 185 y del Colegio Nacional “Amadeo Bonpland”.
Bondar se recibió en Buenos Aires y sabía que acá no había especialistas, que el médico tenía que hacer de todo. Recordó que en cuarto y quinto año empezó a hacer las prácticas -antes no había residencia-. “Yo era practicante. Empecé en el hospital Argerich, de La Boca. Teníamos una parte teórica en la que dimos patologías médicas y patologías quirúrgicas y de teoría sabíamos bastante, pero la práctica es otra cosa, complementaria”. El día que ingresó al Argerich, lo recibieron muy bien y le dijeron: “vení”. Justo entraba una persona con una herida cortante en la cabeza y le indicaron que iba a suturar. “Me enseñaron cómo se pone la anestesia local y ‘con esta agujita le hacés así y le hacés los nuditos’. Feliz estaba yo después de haberlo hecho. Qué fácil que era y qué importante que fue para mí aquello, aquel recibimiento. Estuve mucho tiempo en ese hospital”, describió.
Su idea era volver a su Oberá natal, pero pensaba: ¿y si me viene alguien con una fractura? ¿qué hago? Y si viene una mujer para tener familia, ¿cómo hago? Fue al hospital de Ciudadela, donde conoció a una obstetra, “que me enseñó a atender un parto, porque tenía partos a montones. Buenos Aires, era grande, tenía como diez millones de habitantes. Decía: si es primeriza le hacés una episiotomía, un corte para que la mujer no se desgarre. Si viene de cabeza, sale lo más bien, y le atás el cordón. Si viene en podálica, tenés que hacer la siguiente maniobra: sacás primero un hombro, el otro hombro. Todas las guardias que hacíamos eran de 24 horas por semana, entonces siempre aprendía a atender partos. Era casi médico, pero con total prudencia, si no entendíamos algo, llamábamos al jefe de guardia, que era un médico sumamente preparado, que te aconsejaba”, narró.
Pero se seguía preguntando ¿si viene alguien con una fractura? ¿qué hago? Terminó la carrera y fue por un año al hospital Alvear. Cuando entró, empezó a hacer las historias clínicas a quienes ingresaban. “Tenía 70 camas el servicio de traumatología y, 40 de ellas estaban ocupadas por accidentados con motos, con rotura de pierna, de húmero, de antebrazo y así.. Hablo de muchos años atrás. Pensé nunca voy a comprarme una moto. Pero cuando llegué acá hablé con Plinio Lindström, que era motoquero. Le conté lo que experimenté con los accidentados, a lo que me contestó: si vos llevás a la moto, va todo bien, pero si la moto te lleva a vos, seguro que te va a ir mal. Me pareció interesante lo que me dijo”, añadió.

De regreso a casa
Sostuvo que aprendió “bastante de traumatología” y “me animé a trabajar en Oberá. Cuando vine, lo primero que hice fue ir al Hospital Rural -actual Escuela de Comercio- donde me recibieron muy bien y donde trabajé ad honorem. No era una edificación apta para hospital, pero tenía su quirófano. La gente paseaba por delante, entraba, salía. Venían enfermos, sanos, visitantes, aunque nadie entraba. Lo que quiero decir que no era una entidad separada como sucede actualmente, adonde nadie puede acceder. Trabajamos muy bien. Me conocí con gente amiga y al poco tiempo llegó el Dr. Ponce De León, de origen peruano, excelente persona. Después el Dr. Roberto Moreyra, así fuimos agregándonos al Dr. Derna y más adelante vinieron otros médicos”.
La realidad de otras épocas
Atendían de todo porque no había pediatra, cardiólogo, ginecólogo, ni obstetra, nada. “Tenías que atender a grandes, chicos, medianos, lo que venga. Teníamos la ayuda importante de un suboficial de Gendarmería Nacional de apellido Centurión. Había un pequeño equipo de Rayos X y él estaba dispuesto a cualquier hora a venir a hacer una radiografía porque alguien se fracturó el antebrazo, por ejemplo. Empezamos a trabajar y hacíamos cirugía, no había anestesiólogo, nosotros éramos los anestesistas, usábamos anestesia local (novocaína al 1 o 2%). La preparaba la misma enfermera del quirófano. No sé cómo lo hacía, pero disolvía un polvo, lo esterilizaba, tenía un frasco de medio litro de novocaína”, expresó ante el asombro de los espectadores.
También hizo referencia al éter, uno de los primeros anestésicos generales utilizados en la medicina. Indicó que se aplicaba con un aparato que se llamaba Ombrédanne, que era una bocha redonda con una abertura superior por donde se echaba el éter. “El paciente tenía que estar atado a la camilla porque se movía para todos lados ya que no era algo agradable. Una vez que se dormía estaba tranquilo”, acotó, cuando los presentes estallaron en carcajadas.
Añadió que “lo más lindo era que mientras operábamos lo mirábamos de reojo porque la que sostenía el Ombrédanne era la enfermera o cualquier personal del hospital. Le mirábamos el ojo, que tenía que estar en miosis, es decir, que la pupila del ojo tenía que estar chiquita. Si la pupila se agrandaba decíamos: tocale la conjuntiva y, si al tocar la conjuntiva hacía alguna seña, es porque se estaba por despertar y había que agregarle más éter. Si le tocaban la conjuntiva y el paciente no reaccionaba, estaba por pasar al cuarto plano, por lo que había que sacarle el Ombrédanne y dejar que respire oxígeno. Esa es la destreza que hacíamos”.
Comentó que, después, “hacíamos la raquídea, que era fácil”, aunque no había jeringas ni agujas descartables. “Había una cacerola que contenía una docena de jeringas de vidrio siempre hirviendo, con agujas chicas, largas, de acuerdo a lo que necesitábamos. Entonces una misma jeringa se usaba, una, dos, tres, diez veces, hasta que quedaba mocha. Ahí se descartaba. Fue interesante, de una colaboración total. Las enfermeras y el personal de salud, eran excelentes”.
Respecto a la ambulancia del Hospital Rural de Oberá, manifestó que se trataba de un Jeep Willys, de la Segunda Guerra Mundial, de 1945, y que los que conducían eran Ríos y De los Reyes, “siempre dispuestos a ayudarnos. Los podías llamar a cualquier hora del día o de la noche, y acudían rápido para hacer lo que fuera necesario”.
A entender de Bondar, por aquel momento llovía mucho más que ahora -más de dos mil milímetros anuales- y llegar hasta el nosocomio era una odisea. “Las lluvias eran copiosas, era impresionante, entonces nos ubicábamos sobre la avenida Sarmiento y la cervecería Kraus, al lado de Tijuana. Desde ahí embalábamos cuesta abajo, todo lo que daba, para poder subir la parte del Privado para arriba, que era un barro total. Llegábamos a duras penas hasta adonde actualmente está Casa Wurm. Y patinábamos, patinábamos, y por ahí salíamos, embocábamos dos cuadras y ya estábamos en el hospital”, graficó el médico y nuevamente el auditorio estalló en risas.
Muchas veces quedaban empantanados, entonces tenía que venir Ríos o De los Reyes para “rescatarlos” en su ambulancia porque el móvil servía como ambulancia, como ayuda o para ir a buscar sangre a la cárcel. “Preguntaban ¿quién tenía el Grupo 0. Iban, le sacaban, pero no le hacíamos prueba porque laboratorio no había. Eso salvó la vida a más de una persona. Los choferes estaban dispuestos a ir a la cárcel a las 3, a las 4. Nos llamaban porque había un apuñalado, sangraba mucho, estaba pálido y había que abrirle la panza a toda vela y hacerle las transfusiones. Todo eso se hacía, pero nos daba muchas satisfacciones”, rememoró el profesional que recibió varios reconocimientos por su trayectoria.
“Es lindo trabajar”
En este recorrido histórico, sumamente interesante, Bondar confió que unos años después surgió la idea que la ciudad necesitaba un nuevo hospital, que es el actual SAMIC Oberá. Expresó que la tarea “fue difícil, porque se hizo despacito. Actualmente es muy importante”.
Dijo que, en aquella época, “el instrumental que teníamos en el Hospital Rural, era escaso. En el SAMIC era bastante mejor, tenía dos quirófanos, un equipo de rayos más importante. Se trabajó bastante bien. Hacía guardias pasivas y activas, de 24 horas. Particularmente, me tocó una guardia donde tuve muchos accidentados, casos de fiebre y, al finalizar, le digo a la enfermera: ¡qué manera de trabajar hoy! Me miró y me contestó: pero si es lindo trabajar. Eso es algo que me quedó hasta hoy, cuando para muchos es lindo descansar”.






