Por: Noelia Pared (*)
Soy una espectadora, no porque no pueda empatizar con la enfermedad ajena, sino porque desde mi lugar, el temerario monstruo, no es una patología frecuente de ver.
Opté trabajar con niños; sabrán entender que hay enfermedades que no están a la orden del día en pediatría.
Sinceramente no esperaba ese mensaje, una petición, en tercera persona: “¿Podés verla? Tiene mucho dolor, tiene un ce-a de mama”. Usamos la manera abreviada y fría de nombrar el tumor, como quitándole representación y enfriando su significado.
No pude negarme. La historia detrás de la persona lo ameritaba. Y ahí estaba dos días después, detrás de un escritorio. Casi la misma edad que yo, un brillo particular en la mirada y más proyectos que días en un calendario.
Recuerdo que pensé, por un segundo, si sabría a ciencia cierta lo que implicaba su enfermedad. Me sinceré, conversamos sobre los miedos, los sueños, los dos niños que compartían los mismos ojos y le esperaban al volver a casa, aquellos que la llamaban “mamá”.
Me contó con una sonrisa cómo la enfermedad podría llevarse muchas cosas, menos sus ganas de hacerle frente, de tomar como ventaja cada día. Y cómo la elección del tratamiento versus la maternidad nunca fue una decisión que realmente tuvo que hacer… La respuesta la tenía más que clara antes que el equipo médico siquiera lo sugiriera.
Volví al mundo real cuando una pila de papeles y estudios fueron depositados en la mesa. Me sentí incómoda y le ofrecí un vasito de agua mientras sacaba del folio un estudio por imágenes (el famoso PET), marcando el avance implacable de la enfermedad en la anatomía de aquella mujer (que por edad y por relato tranquilamente podría ser yo).
Ajustamos medicación, acordamos otro turno. Cuando se paró y acomodó el bolsito que llevaba, recuerdo preguntarme como podía llevar el día a día con lo que acababa de contarme y los datos que recogí al revisarla. Habría esperado hacer muchos cambios y ajustes; sin embargo, ahí estaba, de pie como si nada.
Me dio un abrazo efusivo y me agradeció hacer “la excepción” por atenderla. Sabía que no era habitual que viera adultos.
Me quedé rumiando el encuentro aun después de haber continuado con los quehaceres. No pasó mucho tiempo para volver a mi rutina, a mis pacientes. La mamá de ojos celestes, y su CE-A de mama no me dejaban, por completo, la mente esa primera semana.
Llamé a mi próxima paciente, doce años. Algo me removió desde adentro. “¿Cómo estuviste?” le pregunté después del control de rutina y, así sin más, algo me movió a hacer un pequeño cambio.
“¿Alguna vez escuchaste sobre el cáncer de mama?
¿Qué sabés al respecto?”.
Me vuelco a pensar que los encuentros suceden por algo; no obstante, el cambio debía surgir en primera persona.
Ya no soy una espectadora.
(*) Mención especial del certamen La Letra Rosa





