*Por Aida Giménez
Ven, quedémonos aquí, sobre esta piedra antes que la cubran de cemento. Quédate y escucha, tengo viejas historias que contarte y algunas dolorosamente nuevas.
Comenzó hace millones de años, cuando yo corría libre desde el Norte, chocando con altísimos peñascos, jugando en las correderas, descansando en los remansos y dibujando corazones en las restingas.
Yo traía a los derrotados árboles, atados en una jangada, donde sudor y sangre ¡para qué negarlo! acompañaba el lamento lejano del obraje. Yo sabía, sin poder advertirle a aquel soñador perfumado con colonia barata, que no abordara ese barco, que su alegría por la promesa de un trabajo volvería tronchada en lágrimas y deudas.
Fui testigo del gran tornado de Encarnación. El poderoso viento que hacía desaparecer todo a su paso, me asustó tanto, que mis aguas agitadas, se tornaron negras, a las que calmé para poder contener las canoas que cruzaban con ayuda.
En otra ocasión, a causa de un naufragio frente a la isla Cañete, recibí en mi lecho a algunos mortales que descansan arrullados por mí, adornados con caracolas y algas. Pero no todo en mi vida fue tan trágico…
Yo estaba enamorado. Ella, mi amada, que nacía en pobres casitas sobre la Bajada Vieja, y más arriba, señores con dinero la adornaban con enormes y hermosos caserones, que milagrosamente, hoy, algunos quedan, salvándose de las topadoras. Ella, la que nombro, la que hoy está tan lejana, es mi amada Posadas.
Con ella vivimos un gran amor, – te lo habrán contado – tuvimos miles de hijos. Ellos venían a jugar a la laguna San José, donde yo, en las noches de luna llena, le tiraba rayitos de plata en los saltos de las mojarritas, sólo para halagarla.
Yo, que sólo para contarle cosas que a toda mujer le gusta escuchar, aprovechaba una gran creciente y así poder llegar hasta las vías del tren, allá por la cantera Santa María y acariciar los rieles, para que me contaran las historias que se tejían en los vagones del tren. Historias lejanas que a mi Posadas le encantaban, porque, Ella, madre por naturaleza, sufría, reía, o lloraba por sus hijos, o los nuevos que le enviaban desde lejos, para que en su grandeza, los forjara en hombres.
Si me concentro, puedo sentir las cosquillas que me hacía la panza del hidroavión al posarse suave… suave, sobre mi superficie a metros del puerto.
¡Ah! Y hablando del puerto, podría estar años contándote; barcos que iban y venían; vidas, sueños, amores y odios sobre sus planchadas. El otro día vi cómo comenzaron la tarea de desarmarlo y no se percataron de su tristeza y de la mía cuando nos despedimos. No es fácil decir adiós a un viejo amigo, con el que compartíamos esas largas y coloquiales noches. ¿A quién le hablaré cuando se vaya del todo?.
Bien, sigamos. Lo que más me gustaba era el ferry ¡pobre! Hoy es un triste y muerto museo, pero cuando estaba vivo, daba gusto verlo ir y venir, desde el puerto hasta Pacú Cuá, ¡Cuántas vivencias!, desde paseos, compras y otras cosas no tan legales.
En fin, todo hace a la vida misma. Posadas y yo vivíamos en un idilio constante. Ella me traía niños de patitas sucias, que yo lavaba con espuma de camalotes y ellos me tiraban piedritas de colores, ripios que son sólo míos. También llegaban canoas con pescadores, a los que yo correspondía con sabrosos peces, por la hermosura de sus espineles que jugaban a las escondidas en los remolinos de mis pozones.
Pero, un nefasto día ¡llegó el progreso!.
Aquél, que llega para que pocos vivan una hermosa ficción y la esencia misma de la vida muera: árboles, pájaros, aire, ¡VIDA! enterrados en toneladas de hierro y cemento. Y la fui perdiendo sin que nadie se diera cuenta, tan ocupados estaban en cuánto valdrían de ahora en más, sus míseros pedazos de tierra.
Vivo en la impotencia de no poder hacer nada, mientras la embellecen como a una geisha, para presentarla a mi gran rival, el señor Futuro.
¡Oh, mi amada Posadas! Desde donde estoy ahora ya no puedo verte. Por más que la luna llena, mi eterna cómplice, me haga subir en marea, para que pueda estirar mis erizadas crestas en oleajes, no puedo verte.
Hay un frío y gris murallón; senderos con flores y fuentes, donde la gente corre; mesas y olor a comidas de platos elegantes. Están tan contentos que no pueden ver mi agonía.
El triste fin de mi agua cantarina que corría hacia el mar, como mi nombre lo indica –Paraná- y hoy, sólo soy un triste lago, porque allá por Corrientes, me represaron y manejan mi caudal a su voluntad, cosa que antes lo hacía la madre Naturaleza con sabiduría.
Y lo que es peor, no puedo verte y acariciarte mi amada Posadas. Unos terraplenes llamados costaneras, nos separaron para siempre ¡ay! Para siempre…
¡Cómo extraño a los niños riendo y jugando en mis orillas! el silbido de los pescadores, el cimbrar de cañitas mojarreras, la espuma perfumada de jabones, creada por manos afanosas de lavanderas y doncellas bañándose, y allá en el rancherío, sobre el Cerro Pelón, el sonido lejano de una dulce guarania, trasladada por el viento.
Todo duele tanto. ¡…Adiós mi amada…!
* DEL LIBRO TEYÚ CUARÉ: SONATA EN SOL MAYOR Y VERDE INTENSO





