Agricultor, docente y escritor prestigioso, Horacio Quiroga vivió y murió como él lo había decidido.
El 19 de febrero de 1937, víctima de un cáncer de intestino incurable, decidió quitarse la vida tomando cianuro.
Sin duda que su final venía signado por aquel día de 1879 en que su padre, Prudencio, al querer saltar un alambrado en un campo de San Antonio Chico, se mató de un balazo que accidentalmente salió de su escopeta.
Su destino dramático prosigue con Ascensio Barcos, el hombre con quien su madre se casó dos años después. Barcos será quien le enseñe a Quiroga a amar la naturaleza y la poesía, dos elementos que signarán su vida y lo decidirán a vivir en la selva misionera.
Una afección cerebral paralizó el cuerpo de Barcos y de nuevo un desenlace fatal: apoyó una escopeta en su sien y la disparó con los dedos del pie.
Además, el disparo accidental de un arma le hace matar en su natal Salto, en Uruguay, a su entrañable amigo Federico Ferrando. Nunca más podrá volver allí.
Recién casi al final del siglo pasado es cuando Quiroga inicia su vida con las letras. Viaja a París y conoce a Rubén Darío, Enrique Gómez Carrillo y Manuel Machado, entre otros.
También es un gran amigo de Leopoldo Lugones, quien un día antes, pero un año después, también termina con su vida de igual modo.
La relación con Lugones y el primer viaje a Misiones, acompañándolo, le cambian la vida. Comenzará por iniciar sus series de cuentos que publicará en “Caras y Caretas”.
Compra 185 hectáreas en San Ignacio y viaja hacia allí en 1908, junto a su joven esposa, Ana María Cires, Fue padre de dos hijos, Eglé y Darío, quienes a la muerte de su padre, también terminarán suicidándose.