El 6 de enero de 1993 quedará marcado por siempre en el mundo de la cultura como un día de luto. Es que en esa fecha, de la que hoy se cumplen 30 años, partieron definitivamente dos gigantes de la música y la danza.
Uno de ellos es el trompetista estadounidense Dizzy GiIlespie, quien murió a los 75 años víctima de un cáncer de páncreas.
El otro, el bailarín y coreógrafo ruso Rudolf Nureyev, tenía apenas 54 años cuando murió en París (Francia), a causa de una complicación cardíaca provocada por el VIH/Sida.
Referente del jazz
A Gillespie se lo considera una de las principales figuras del jazz moderno junto a Charlie Parker, Thelonious Monk, John Coltrane y Miles Davis.
Su carrera fue destacada tanto por su duración como por su productividad: al abstenerse de la droga y el alcohol, vivió mucho más que sus pares.
Imprimió una nueva dirección al jazz en los años ’40 al lanzar el be-bop, con el saxofonlsta Charlie Parker. También colaboró con músicos cubanos para dar un estilo más latino a la música afroamericana.
Leonard Feather, un célebre critico de Jazz, lo calificó como “uno de los músicos más creativos del siglo XX”. Para el director de orquesta Woody Herman, era “el músico que marcó más su época” junto a Louis Armstrong.
Fue autor o coautor de muchas canciones que se convirtieron en pilares del jazz, como “A night in
Tunisia”, “Manteca”, “Salt peanuts” o “Woody and you”.
Sus orígenes
En 1935, John Birks Gillespie -que nació en Carolina del Sur el 21 de octubre de 1917– y su familia se instalaron en Filadelfia (Pennsylvania). Dos años después se desplazó a Nueva York, donde se encontró por casualidad con el director de orquesta Teddy Hill, quien buscaba un trompetista para una gira europea.
En 1939, gracias a la joven bailarina Lorraine Willis (con quien se casó al año siguiente y con quien mantuvo su matrimonio el resto de su vida), ingresó en la Cab Calloway Orchestra, la cual abandonó en 1941 para tocar en diferentes grupos “punteros” de la época, antes de lanzarse a la aventura solista que lo elevó a la fama.
Un dios de la danza
Rudolf Nureyev protagonizó una carrera en constante ascenso, iniciada con su solicitud de asilo político en Francia, en 1961. Él mismo creía “haber quebrado las barreras entre la danza clásica y la danza moderna“.
Desde su primera aparición en Occidente, a los 23 años, rodeado por los bailarines del Kirov de Leningrado, los aficionados reconocieron en él a un “dios” de la danza y rápidamente llamaron al fenómeno “el nuevo Nijinsky”.
Cuando aparecía en un escenario, Nureyev llamaba la atención por su mirada imperiosa, su salvaje energía, el encanto de cada uno de sus movimientos. Nunca se cansaba de enriquecer sus conocimientos, que nutrían sus interpretaciones y su trabajo como coreógrafo.
Al tiempo que interpretaba a los príncipes en los grandes ballets románticos y académicos, no dudaba en trabajar nuevas coreografías con Martha Graham, George Balanchine, Maurice Bejart, Roland Petit, Murray Louis, Paul Taylor, Glen Teltley o José Limón, aventurándose incluso en la danza barroca con Francine Lancelot.
Sus últimas fuerzas, después de su operación al corazón, a principios de 1992, fueron destinadas a montar “La bayadera”, para la apertura de la temporada 1992-93 del Ballet de la Opera de París, donde fue director de la danza de 1983 a 1989.
Durante los últimos años, después de verse obligado a abandonar ciertos papeles a causa de su edad, expandió sus actividades lanzándose a la comedia musical e incluso a la dirección orquestal.
Su trayectoria
Pero antes de conquistar el mundo, la vida no fue fácil para este joven tártaro, nacido el 17 de marzo de 1938 en un tren que se dirigía a Vladivostok.
En Ufa, donde se radicó su familia, se afirmó su vocación de bailarín en las danzas folklóricas bashkires. A los 17 años pasó con éxito el examen de ingreso a la escuela Vaganova, la antecámara del prestigioso Kirov de Leningrado, donde de 1958 a 1961 interpretó casi todos los grandes papeles masculinos de los ballets en el repertorio, desde “Giselle” a “Cascanueces”, pasando por “Don Quijote”, “La bella durmiente”, “El lago de los cisnes”, “La bayadera”, “Las sílfides”, y “Taras Bulba”.
Una vez decidido a no volver a la URSS, a fines de 1961, sus principios en Occidente tampoco fueron fáciles: la Opera de París no lo contrataba por motivos diplomáticos, y en Londres sólo bailaba cuando su compañera predilecta, Margot Fontaine, se encontraba en la ciudad.
Fue con la compañía independiente del Marqués de Cuevas que encontró el primer refugio. A medida que pasaban los años comenzaron a “llover” las invitaciones para danzar como estrella invitada.
Como coreógrafo, llevó a escena los 6 principales ballets coreografiados por Marius Petipa, así como “Cenicienta” y “Romeo y Julieta”, con música de Prokofiev, a los cuales se agregaron composiciones personales más criticadas, como “Tancredo”, “Manfred” y “Washington Square”.