Grandes enseñanzas son las que dejan los abuelos, como llevar siempre un trozo de pan y un abrigo, lección que seguramente les enseñó la vida, esa que los llevó por caminos sinuosos, que no eran más que un par de huellas en tan fuertes como rudimentarios vehículos y que de alguna y otra manera marcaron el destino de las que hoy son importantes ciudades. A todos estos camioneros, PRIMERA EDICIÓN rinde homenaje en su día en la historia de Anselmo Morawicki, que en sus 84 años lleva sobre sus días y noches tras el volante y la responsabilidad de haber enseñado el arte del manejo a quienes se acercaron en busca de su consejo.Corrían los años 50 y la energía de su juventud estaba puesta en progresar de la única forma que su padre le inculcó, trabajando; de allí que tomara el compromiso de transportar yerba mate desde la Zona Centro de la provincia hasta el puerto de Santa Ana, cuya capacidad de amarre natural, útil para todo tipo de embarcaciones, abría camino a importantes mercados; otra alternativa eran las estaciones ferroviarias de Apóstoles y Pindapoy. La madera era otro mercado en auge en aquel entonces; de allí que los camiones, nafteros, se cargaban a su máxima capacidad y partían rumbo a Posadas. Era imposible saber qué podía deparar el camino, pocos kilómetros, que hoy por hoy se andan en poco más de una hora pero que en esos días implicaban partir a medianoche para arribar, con la suerte a favor, cuando el sol ya se había escondido en el horizonte nuevamente.“Jugábamos con la suerte, un viaje de un día podía demorar una semana si nos sorprendía una lluvia, las típicas tormentas que nos sorprenden en verano eran uno de nuestros peores enemigos. Éramos nosotros y nuestra soledad durante muchas horas y había que saber manejarlo, confiar nuestras vidas y más aún las de nuestras familias a la buena providencia”, contó Morawicki.Así se desprenden mil anécdotas. Por ejemplo, las camaraderías que se generaban en los puntos de llegada, donde el importante flujo comercial obligaba a respetar largas filas, que abrevaban compartiendo la comida que elaboraban aportando cada uno lo que tenía, lo que podía. Obviamente, más allá de la compañía, habían hallado en estas “ollas populares” un modo de alimentarse con el poco dinero con que podían contar.Y ni hablar de las aventuras dominando “las bestias” con que transponían “trillos”. Como aquella noche cerrada, cuando “una vaca saltó de un barranco, justo frente al camión y, como pocas veces, el volante respondió, nada se sabía de dirección hidráulica y una maniobra simple implicaba todo un desafío, el espejo me mostró que había quedado atrás, que con la adrenalina fluyendo a mil podía continuar. Sin embargo, cuando llegué a la estación el guardabarros guardaba una evidencia, parte del cuero del animal aún prendía de él”. O aquel mediodía, “bajo un sol rajante, en Los Tarancos (Cerro Azul), donde la belleza del paisaje era tan grande como la sinuosidad del camino, el camión se quedó sin frenos y la suerte, una vez más, me favoreció, conseguí parar casi por completo, bajar, correr y arrojar una piedra para detenerlo. Éramos un poco mecánicos también, no había más alternativa que echar mano y solucionar el problema, así que no quedó otra alternativa que tirarse abajo. Una vez solucionado y después de haber perdido varias horas, había que emprender viaje nuevamente, pero cómo movía el camión y retiraba la piedra que sujetaba el camión. Nadie pasaba para ayudarme, la noche se acercaba y debía seguir. Con la conciencia a cuestas de que pueda perjudicar a quien viniera detrás de mí, continué y agradecí cruzarme pocos kilómetros adelante con un compañero de ruta que venía en dirección contraria, a quien pude advertir de aquella piedra y pedirle que la retire del camino”. Un acto de responsabilidad que durante años “los ruteros” recordaron y valoraron.Su falta de egoísmo no le permitió guardarse el conocimiento que sus andanzas le significaron y las reflejó en sus hermanos menores, compañeros, en quienes necesitaron un oficio (que encontraron tras un volante de un camión o un ómnibus) y su yerno, que tuvo “la suerte” de recorrer Corrientes, Entre Ríos, Buenos Aires, Santa Fe, Formosa, Santiago del Estero, Chaco y Tucumán, entre otras provincias, a partir de la década del 70 y que, atento a lo que fueron sus historias, transportando una carga de yerba mate, en la zona de Alberdi, supo detener el camión, mucho más moderno ya, como lo hizo “don Mora”, como lo llaman quienes compartieron sus historias, aquella vez.





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