Las terminales de ómnibus son lugares donde uno puede observar muchas escenas de encuentros, desencuentros, retornos y despedidas constantemente. Un sitio donde las historias se entrelazan continuamente: algunas comienzan y otras terminan en un ciclo interminable de sucesos. En este punto vienen a mi memoria algunas historias que sólo representan una pequeña gota en océanos de historias. Una de ellas transcurrió en Asunción cuando observé a un joven no mayor de 19 años que, recostado sobre el andén, tenía una mirada pensante. En un momento pareció volver de sus recuerdos y me miró, justo cuando lo estaba observando, porque algo en él me llamó la atención, quizás porque esa mirada errante me pareció conocida. El joven se acercó y comenzamos hablar: me comentó que volvía a su pueblo para estar con su familia, que no tenía nada que hacer en la gran ciudad. Luego miró hacia abajo y como en un suspiro me dijo “estoy triste chera’a y no sé qué hacer”. Su novia lo había dejado y el joven se encontraba triste y sin ningún motivo para quedarse. Lo primero que se me vino a la mente fue decirle que no es bueno que esté solo y que volver con su familia y amigos le iba a hacer bien, que no había mejor refugio. Quedarse solo en la ciudad sólo lo entristecería más. Luego llegó su colectivo y se despidió agradeciéndome por el consejo, al cual retribuí por su confianza en abrir sus sentimientos hacia un extraño. En otra ocasión, recuerdo que me encontraba sentado en la terminal de la capital tucumana y se me acercó un joven, quien me dijo que había salido hacía poco tiempo de un instituto que atiende los problemas de drogadicción, que estuvo mucho tiempo intentando salir de ese problema, incluso sus padres querían que se fuera un tiempo a una de las estancias pertenecientes a sus abuelos para que se alejara de las malas amistades. Me comentó que le agradaba la compañía de sus progenitores, que tenían establos con caballos, pero se aburría en un lugar tan alejado de la ciudad, pero la decisión de sus padres estaba tomada. Luego hizo una pausa y me dijo si no quería acompañarlo, que sus abuelos no tendrían problemas en recibirme y él tendría a alguien con quien hablar, a lo que le respondí que tenía pasaje para mi provincia y que sólo estaba de paso en ese lugar.Me contestó que no había problemas, que posponga el retorno por unos días y que me pagaría el pasaje para que lo acompañara. Eso me pareció tan sorpresivo como extraño, le agradecí la confianza y le dije que le deseaba una pronta recuperación, que veía en él la fuerza para salir adelante. Él tomó sus cosas y con un fuerte apretón de manos me agradeció el gesto y se retiró con sus valijas en busca de una solución a su problema. Las terminales guardan muchas de estas historias, no hace falta vivirlas en primera persona, sólo basta con sentarse y observar. Esto me llevó a recordar a una pareja que se despedía con un sentimiento de nostalgia: se besaban y abrazaban como si quisieran que el reloj se detuviera para poder tener más tiempo juntos, pero el colectivo estaba por salir y ella no quería subir, no quería alejarse de él. Esa escena me llenó de tristeza, y quizás con un sentimiento de injusticia, pero era una realidad que sólo la podía observar a través del cristal del micro sentado cómodamente en mi butaca. Ella se subió y caminó por el pasillo del bus secándose las lágrimas, la miré discretamente cuando pasó por al lado. Al día siguiente el colectivo se detuvo en una pequeña ciudad y los pasajeros comenzaron a bajar, entre las personas que descendían pude ver su silueta. Entre mis pensamientos le deseé lo mejor y que pronto volviera a reencontrarse con esa persona que dejó a varios kilómetros atrás. Corrí la cortina y la miré, estaba parada sobre la plataforma, miraba para todos lados, como esperando a alguien, en eso se acercó un hombre, la abrazó y le dio un apasionado beso de bienvenida, no insinué, ni quise pensar nada, solamente comprendí que se trató de otra historia en una terminal.Por Raúl Saucedo [email protected]





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