Anahí Fleck
Magister en Neuropsicología. 0376-154-385152
La nocicepción es uno de esos sentidos poco mencionados, pero fundamentales para la vida. Se trata de la capacidad que tiene nuestro cuerpo de detectar estímulos dañinos -como calor extremo, frío intenso, presión excesiva o sustancias irritantes- y traducirlos en señales que reconocemos como dolor. Gracias a este sistema, retiramos la mano de una hornalla encendida antes de que la quemadura sea irreversible, o frenamos un movimiento brusco que podría desgarrar un músculo. Es, en esencia, un mecanismo de protección.
Sin embargo, en la práctica cotidiana los seres humanos solemos ignorar este sentido. No porque no funcione, sino porque hemos aprendido culturalmente a desoírlo. El dolor, que debería ser una señal momentánea para corregir el rumbo, se convierte en un compañero crónico. Nos acostumbramos a vivir con molestias físicas y emocionales, como si fueran inevitables. ¿Por qué sucede esto?
El miedo al dolor momentáneo
Una de las razones más profundas es el temor a enfrentar decisiones que duelen en el corto plazo. Preferimos sostener un dolor constante antes que atravesar un cambio que nos incomode. Por ejemplo, alguien que carga con un trabajo que le genera tensión y agotamiento puede sentir el aviso de su cuerpo -dolores musculares, insomnio, irritabilidad- pero decide continuar porque renunciar o cambiar de rumbo parece demasiado doloroso. El resultado es que el malestar se prolonga y se instala como crónico.
La nocicepción nos recuerda que el dolor es un aviso, no un castigo. Es un mensaje del cuerpo que dice: “Aquí hay algo que no está bien, atiéndelo”. Cuando lo ignoramos, el sistema nervioso se adapta y normaliza la señal, pero el costo es alto: perdemos sensibilidad, resiliencia y capacidad de respuesta.
Dolor físico y dolor emocional: un mismo lenguaje
El sistema nociceptivo está íntimamente ligado al sistema límbico, responsable de las emociones. Por eso, el dolor físico y el dolor emocional comparten rutas neuronales y se influyen mutuamente. Una herida en la piel puede recordarnos una herida en el alma, y viceversa. Ecosanación propone reconocer esta conexión: escuchar el dolor como un lenguaje que nos invita a detenernos, reflexionar y transformar.
Cuando no nos escuchamos, el dolor se convierte en un relato repetido. Nos decimos: “Es normal que me duela”, “ya pasará”, “no quiero molestar a nadie con esto”. Así, perpetuamos la incomodidad y evitamos pedir ayuda, como si hacerlo fuera un signo de debilidad. En realidad, solicitar apoyo es un acto de valentía y de cuidado hacia uno mismo.
Animarse a pedir ayuda
Uno de los aprendizajes más importantes es reconocer que no siempre podemos resolver todo en soledad. El dolor crónico, tanto físico como emocional, suele necesitar acompañamiento. Animarse a pedir ayuda es un acto de humildad y de amor propio. Significa reconocer que somos seres interdependientes, que nuestra sanación también se nutre del encuentro con otros.
La nocicepción, entonces, no es solo un sentido biológico: es una puerta hacia la conciencia. Nos invita a escuchar lo que duele, a diferenciar entre lo que es pasajero y lo que se vuelve hábito, y a tomar decisiones que nos devuelvan la libertad de vivir sin cargas innecesarias. En tiempos de sobrecarga sensorial y emocional, recordar que el dolor es un aviso y no un destino puede ser profundamente sanador. Escuchar, respirar, registrar, actuar y pedir ayuda son regalos que podemos darnos para transformar la experiencia del dolor en un camino de resiliencia y bienestar.








