
Al finalizar el mes de septiembre, que tradicionalmente dedicamos a la Biblia, es un momento propicio para reflexionar sobre el inmenso valor y la fuerza de la Palabra de Dios en nuestras vidas. La fe cristiana se nutre de una fuente inagotable: la Palabra, que no es un simple conjunto de textos antiguos, sino un encuentro vivo y transformador con Jesucristo.
Como nos recordaba el papa Francisco en su carta apostólica Aperuit illis, “la Palabra de Dios nos pone en crisis” y nos impulsa a una conversión constante. Esta vitalidad de la Palabra es fundamental para nuestra vida personal y para nuestra misión en la Iglesia y en el mundo. Por esta razón, el Papa instituyó el “Domingo de la Palabra de Dios”, para que podamos reavivar nuestra fe acercándonos a ese gran gesto de Jesús Resucitado, quien “les abrió el entendimiento para que comprendieran las Escrituras” (Lc 24,45).
En medio de las múltiples situaciones que enfrentamos a diario, la Palabra de Dios se convierte en nuestra fortaleza y aliento. San Pablo, en su carta a los Filipenses, nos exhorta a meditar en lo que es “verdadero, todo lo honesto, todo lo justo, todo lo puro, todo lo amable, todo lo honorable; si hay alguna virtud o algo que merece elogio” (Fil 4,8), recordándonos que la alegría y la paz provienen de la fuerza del Espíritu transmitida por la misma Palabra.
La Biblia es fuente de revelación y manifestación de nuestro Dios. Como se afirma en la Carta a los Hebreos, “la palabra de Dios es viva y eficaz, y más cortante que toda espada de dos filos; penetra hasta partir el alma y el espíritu, las coyunturas y los tuétanos, y discierne los pensamientos y las intenciones del corazón” (Heb 4,12).
Esta Palabra tiene el poder de transformar nuestras vidas, darnos luz y dirección, y purificar nuestro corazón para que podamos vivir de acuerdo con la voluntad divina.
La meditación en la Palabra de Dios nos ayuda a orientar nuestra vida y a identificarnos con ella. San Pablo nos enseña en su segunda carta a los Corintios que, al permitir que nuestro corazón sea un santuario de la Palabra, nos transformamos interior y exteriormente. De este modo, reflejamos en nuestros rostros el poder y la gloria de Cristo: “Todos llevamos los reflejos de la gloria del Señor sobre nuestro rostro descubierto, cada día con mayor resplandor, y nos vamos transformando en imagen suya, pues él es el Señor del espíritu” (2 Cor 3,18).
La Palabra de Dios es un alimento indispensable para el alma, al igual que el pan de la Eucaristía. Ambas “mesas” nos nutren y nos fortalecen para ser testigos del Evangelio en un mundo sediento de esperanza. Al acoger la Palabra, nos abrimos a una vida de servicio y caridad, y nos disponemos a ser instrumentos del amor de Dios.
La Palabra no solo se proclama en el templo, sino que debe “correr por las calles del mundo”, como dijo el papa Francisco. Es en nuestro día a día, en nuestros hogares y en nuestro trabajo, donde la Palabra debe encontrar un lugar para inspirar nuestras acciones, darnos fuerza y serenidad, y guiarnos en el camino de la vida. Ella nos anima a salir de nuestra comodidad y a atrevernos a llegar a todas las periferias que necesitan la luz del Evangelio.
Dispongamos un tiempo para la Palabra de Dios en nuestra vida, permitiendo que la gracia y la fuerza de la Palabra sigan guiando e iluminando nuestro caminar de cada día.





