Por: Myrtha Moreno
¡Volvió! ¡Volvió! ¡Es un asesino! ¡Tiene que ir preso de por vida! ¡Habría que ahorcarlo!
Esas eran las voces desaforadas que recibían a un hombre no tan joven ni tampoco de mucha edad.¿Por qué esas reacciones? ¿Qué hizo ese ser humano para despertar semejante rechazo?.
Muchos cuentan la siguiente historia:
Pedro era un niño criado por un matrimonio que ya tenía cinco hijos. El dueño de la chacra no era una persona muy apreciada por los colonos de la zona por su carácter huraño, serio, de pocas palabras pero lo respetaban porque trabajaba incansablemente junto a su esposa y retoños aunque pasaban épocas de mucha pobreza cuando las lluvias, sequías, pestes u otras calamidades atacaban sus cultivos, árboles o ganado.
A Pedro le exigía esfuerzos y trabajos que eran exagerados para su edad pero que el niño los hacía sin protestar; terminaba el día con el cuerpo dolorido, agotado, exhausto por lo cual muchas veces no comía nada antes de irse a dormir.
Un día, al jefe de familia le faltó un reloj valioso. Instantáneamente, sin ningún tipo de investigación, culpó a Pedro y lo llevó, arrastrándolo de una oreja hasta la casa de su abuela quien también decidió “educarlo” con otro castigo ejemplar (uno más).
Desde su dolor, su sufrimiento e impotencia, le gritó, al que oficiaba de su tutor, antes de que se retirara: “¡Yo no robé ningún reloj! ¡El día que sea adulto lo voy a matar!
Pasaron los años y, como Pedro nunca apareció en la chacra ni tampoco volvió a verlo por el pueblo, el colono se fue tranquilizando, olvidándose poco a poco de la sentencia en la que tampoco creyó mucho porque había sido un niño el que la había proferido.
Una tarde en la que el tiempo amenazaba tormenta, estaba toda la familia reunida en la casa, adentro, en silencio, como un fantasma, pálido y precedido de relámpagos y truenos, apareció Pedro en el vano de la puerta principal blandiendo un machete que brillaba con las luces tempestuosas.
El padre de familia se puso frente a él como un escudo protector para su pareja y descendientes; cayó con la cabeza casi cercenada por completo, de un solo tajo de la filosa hoja, formando un lago rojo alrededor de su cuerpo.
La esposa quiso auxiliarlo y se desplomó sobre el hombre en las mismas condiciones que él en otro movimiento de la mano del vengador.
Ciego y sordo, no le importaron los gritos de los inocentes a los que también atacó convirtiendo el comedor ya en un río de sangre.
Mirando a su alrededor no vio a nadie más y dio por cumplida su venganza. Corrió en medio del teal, del yerbal, entre los árboles de tung, cruzó entre las chacras vecinas hasta llegar al río donde consiguió que un canoero lo llevara hasta la costa del vecino país.
Pedro no había percibido que, entre los niños existía uno de cuatro años, del que no tenía conocimiento porque su nacimiento fue cuando él ya no estaba allí. Este pequeño inocente encontró refugio en un gran cajón en el que guardaban maíz seco.
Aterrorizado escuchó todo y cuando se hizo el silencio total, ni un grito más ni un ruido, fue levantando lentamente la tapa, sacó primero una piernita, luego la otra y, agachado como si estuviera jugando a las escondidas con sus hermanos llegó a los cuerpos inertes sumergidos en el charco rojo ya casi seco de toda su familia.
Les habló, los sacudió, no entendía nada. Se largó a llorar mientras la lluvia caía como un torrente. Se durmió cansado.
Al caer la oscura compañera del final del día, más oscura que nunca, unos pasos sonaron en las maderas mojadas de la galería. Era un peón que se encargaba de encerrar a las vacas en los galpones, Horrorizado por la escena, tomó a la criatura en brazos, lo llevó a su humilde cabaña, lo dejó con su esposa, tomó un caballo y, al trote, en medio del barro y bajo el diluvio, llegó a la comisaría del pueblo.
Fue el hecho más horripilante que se recuerda en la región. El canoero fue el testigo clave porque narró que fue quien llevó a Pedro esa noche hasta la “otra orilla” y, con seguridad podía confirmar que toda su ropa estaba impregnada de sangre, por lo tanto no quedaba ninguna duda sobre su crimen pero había escapado.
Cuando Pedro creyó que todo se había olvidado y que no sabía que lo tenían identificado, tuvo el coraje de volver. A eso se debían los gritos y exclamaciones. La policía intervino para que no lo lincharan.
Y ahora, el chico ultrajado que se convirtió en asesino, está purgando su crimen en una cárcel muy lejos de su provincia natal, sin sentir culpa alguna por la masacre cometida.





