En la actualidad, la tecnología digital y las redes sociales están transformando profundamente la manera en que vivimos, nos relacionamos y construimos sentido en nuestra sociedad. Para comprender mejor estos cambios, presentamos dos textos que exploran diferentes pero complementarios aspectos de esta transformación cultural.
El primero es un ensayo de Luis Breull, publicado en lanuevamirada.cl, donde reflexiona sobre cómo la vida en sociedad se está desdibujando en una “nube” constante de entretenimiento y consumo inmediato. Breull describe una realidad en la que el tiempo pierde su profundidad y sentido, la memoria colectiva se diluye y las jerarquías tradicionales se vuelven tabú, mientras lo viral y lo efímero dominan nuestra atención. Este análisis invita a pensar en las consecuencias que tiene esta cultura del presente perpetuo para nuestra capacidad de trascender, de conectar con el pasado y construir proyectos con significado duradero.
Por otro lado, Steven Bass, en un artículo publicado por theconversation, analiza el fenómeno de los influencers digitales, figuras que se han convertido en protagonistas esenciales del marketing en redes sociales. Bass explica cómo funcionan sus fuentes de ingresos, las diferencias entre macro y microinfluencers, y los desafíos que enfrentan ante la creciente saturación del mercado y los cambios constantes en los algoritmos de las plataformas. Su mirada ayuda a entender la complejidad detrás de una actividad que parece superficial, pero que está profundamente ligada a las nuevas formas de economía, visibilidad y comunicación digital.
Ambos textos nos invitan a reflexionar sobre cómo estos fenómenos digitales moldean no solo el consumo y la cultura, sino también nuestra subjetividad, nuestras relaciones y la manera en que construimos comunidad y significado en un mundo cada vez más mediado por lo virtual.
En El totalitarismo de la inmediatez, el ocaso de la trascendencia y los influencers sin historia, Luis Breull plantea que la vida en sociedad se está diluyendo en una hipervisible nube de entretenimiento permanente, sin ruido, sin grandes señales de alerta y sin que nos demos cuenta del trasfondo. Aquí no hay un estallido, no hay cadáveres ni heridos en las calles, no hay dictaduras explícitas. No obstante, hay una disolución sorda del tiempo y de su uso subjetivo, del sentido como articulación de proyectos personales que aspiren a trascender y de la jerarquización como criterio orientador en la construcción de sentido y valor.
En sus cátedras de comunicación para estudiantes de distintas carreras, desde economía a periodismo y cine, hace ya diez años que comenzó a hacer un ejercicio académico experimental con los distintos cursos: preguntaba cuántos de los estudiantes presentes usaban teléfonos móviles; solían ser todos, es decir un 100%. Cuántos de ellos tenían acceso y escuchaban música en ellos; al menos un 95% lo hacía. Entonces venía la instrucción clave que era sacar una hoja y listar un ranking de los cinco temas musicales y los cinco artistas que más les gustaban de todo lo que tenían para escuchar… Sobrevenía un silencio algo incómodo, seguido de un mayoritario “es que escucho de todo”, “es que no sé, porque tengo mucha música…”, “es que no me gusta mucho la música”, “es que depende”. Y así en cuatro secciones de un curso con 40 alumnos cada uno, no había en total más de cinco estudiantes capaces de hacer el ejercicio y defender su ranking de gusto (un 3% aproximado).
Las redes digitales y sus prácticas de contacto e interacción social de individualidades solitarias mediatizadas por la conexión tecnológica están generando una rendición aguda frente a lo inmediato, lo viral y lo efímero como único horizonte de legitimación. El resultado es un mundo saturado de señales y contenidos sin jerarquías inteligibles y -la mayoría de ellos- sin trascendencia posible, donde todo puede ser reemplazado en segundos por una nueva tendencia, un meme o un influencer emergente que, como sus predecesores, se instalará como un sujeto de desecho en la maquinaria de reemplazo permanente, que durará apenas un año y algo de visibilidad útil y autoexplotación digital antes de pasar de moda.

La paradoja del temor a la jerarquía y la incapacidad de jerarquizar
En sociedades que han confundido equidad hiperconectada con aplanamiento existencial, la jerarquía ha sido convertida en tabú. No porque se haya superado con alternativas más justas o profundas, sino porque la lógica de la atención digital no la necesita. La autoridad -sea intelectual, profesional, política o ética- ha sido despojada de su valor estructurante y sustituida por métricas volátiles de visibilidad. El saber cede ante el carisma viral. La trayectoria, ante el algoritmo y la saturación de contenidos prefigurados a la orden de quien los consume.
Como bien lo analiza Rogers Brubaker, profesor de sociología de la Universidad de California, en sus artículos pospandemia, el estatus ha sido vaciado de contenido histórico y transformado en influencia, cuantificable, escalable y desechable. A la jerarquía simbólica la ha reemplazado un ranking sin memoria. En este sistema, la disolución del orden no conduce a la emancipación, sino al caos hipersaturado de lo indistinto, lo igual, lo refundido, lo reciclado, lo verdadero, lo falso, lo verosímil y la simulación especular sin proyección mayor que el like inmediato, la vista como consumo medido por alcance.
De la trascendencia al feed perpetuo
Todo lo que se proponía como duradero hasta hace pocos años -el arte, la política, la vocación, el pensamiento, incluso el amor- ha sido subsumido por una forma de presente eterno, gobernado por el feed o flujo de contenido autoactualizado por algoritmos de manera continua en las redes sociales y buscadores. Lo que no aparece, no existe. Y lo que no puede viralizarse, es irrelevante. Lo que cuestiona, requiere mayor pensamiento abstracto, es lento y complejo, queda fuera.
El crítico de arte y ensayista estadounidense Jonathan Crary describe esta forma como una “tierra calcinada del tiempo humano”, donde no hay espacio para lo que no es actualizable. Y el filósofo coreano Byung-Chul Han, en No-Cosas, argumenta que vivimos ya no entre objetos portadores de historia, sino entre estímulos sin espesor. La trascendencia, entendida como vínculo con lo que nos supera y permanece, ha sido reemplazada por la lógica del “post” continuo. Como en una pesadilla de Walter Benjamin, el “ángel de la historia” ya no ve ruinas, solo actualizaciones.
Influencers… una clase sin pasado, un sujeto sin porvenir
Los influencers no son el nuevo poder; son el síntoma perfecto de su disolución. Son mercancías de atención, moldeadas por algoritmos que premian la repetición, la polémica o la tristeza performativa. Su valor reside en ser visibles ahora, no en hacer algo relevante después. Son como botellas lanzadas al mar sin mensaje adentro.
Estudios recientes muestran que la vida útil de un influencer relevante en Tik-Tok o Instagram ronda los 14 meses antes de ser sustituido por otro perfil con mejor narrativa emocional o más polémica política. No hay ethos ni logos que los sostenga; solo pathos automatizado.
Esto no es solo un fenómeno de consumo; es una mutación de la subjetividad. La tecnicidad digital produce sujetos atrapados en un circuito recursivo de autoafirmación vacía, donde el otro -la crítica, la diferencia, la alteridad- desaparece. El influencer ya no comunica, sino que gesticula.

Sociedad sin jerarquía y cultura sin memoria
¿Hacia dónde conduce todo esto? A un tipo de sociedad donde la desinstitucionalización no es reemplazada por nuevas formas deliberativas, sino por la autoexposición caótica de millones de post. Un mundo donde la política se convierte en streamingemocional, la ciencia debe llevarse a la opinión controvertida y la educación muta en gamificación de contenidos o en dinámicas de juegos para el alumnado crecientemente incapacitado para procesar y comprender el mundo complejo, el pensamiento abstracto y el silencio introspectivo.
En medio de un presente perpetuo, actualmente asistimos a una profunda desinstitucionalización, el imperio del nihilismo y los desanclajes culturales, más nuevas psicopatologías sociales del yo.
Cohabitamos con la autoexplotación emocional, la anomia digital, la desorientación vocacional estructural, el burnout o agotamiento físico y mental identitario entre creadores de contenido, y la cultura de sustitución infinita en donde ningún rostro importa, ninguna voz dura, ningún relato se conserva.
En esta fase del capitalismo de vigilancia ya no es necesario fabricar consenso; basta con capturar atención, fragmentar vínculos y reciclar símbolos.
¿Resistencias posibles?
Frente a este paisaje, algunos pequeños actos toman la forma de resistencia, como el rescate del tiempo lento, del archivo físico, del silencio. Las comunidades de slow media en Berlín o Kioto. Los proyectos editoriales que rehúsan la lógica del clickbait. Las pedagogías del silencio, inspiradas en Simone Weil. Los retiros tecnológicos como refugio no para desconectarse, sino para reconectarse con algo más que uno mismo.
Quizá allí, en esos márgenes, se preserve todavía una posibilidad de volver a jerarquizar sin humillar, de volver a trascender sin dogma. De volver a mirar el tiempo no como amenaza, sino como posibilidad.
Epílogo o el ángel del feed
El ángel de la historia, ese que el filósofo Walter Benjamin imaginó mirando hacia atrás mientras el viento del progreso lo empujaba hacia adelante, hoy ha sido reemplazado por un ser más liviano, sin alas ni peso… el ángel del feed. Esta nueva figura no contempla ruinas ni aprendizajes; flota indiferente entre pantallas, notificaciones y gestos repetidos. No mira hacia atrás, tampoco construye futuro, no reconoce genealogías. Solo actualiza en un marco de presente infinito.
Ya no se trata de saber ni de hacer. El único imperativo es aparecer. El algoritmo -esa nueva forma de soberanía sin rostro- no exige verdad ni belleza, sino visibilidad constante. Y en ese mandato, la subjetividad se degrada y cada quien debe performar su valor sin descanso, sin pausa, sin historia y sin ruta. Nada permanece. Nada se inscribe. Nada se recuerda.
Vivimos en una economía de sustitución perpetua donde todo rostro puede ser reemplazado por otro más joven, más polémico, más extremo, o más funcional a los motores de búsqueda de palabras o al trending topic del momento. No hay linaje, solo subir y bajar en un scroll. No hay legado, solo interacción.
En este contexto, incluso la música, uno de los lenguajes más íntimos y universales de la experiencia humana, ha sido absorbida por esta lógica del desecho estético. Mientras hoy los rankings globales están dominados por el reguetón y sus múltiples derivas -productos homogéneos de la industria emocional inmediata, estilísticamente repetitivos, estéticamente colonizados por la cultura narco bling bling de relucientes joyas recargadas de oro y por imaginarios de rudeza y éxito sobreactuado-, generaciones anteriores escucharon y vivieron música que aún hoy sigue generando sentido, resonancia, profundidad.
En el mundo anglo, algunos discos que no solo fueron populares, sino estructuralmente significativos. Obras que abrieron mundos y perduran décadas después como verdaderos mapas emocionales y culturales… Por ejemplo, durante la segunda mitad de los 60 el mundo asistió al debut de Sgt. Pepper’s Lonely Hearts Club Band de The Beatles y Pet Sounds de The Beach Boys; en los inicios de los 70 a Dark Side of the Moon de Pink Floyd y What’s Going On de Marvin Gaye; en los 80 a Synchronicity de The Police, Graceland de Paul Simond o The Joshua Tree de U2; en los 90 al regreso del rock más puro con (What’s the Story) Morning Glory? de Oasis, Automatic for the People de REM y Nevermind de Nirvana; hasta llegar a los 2000 con Kid A de Radiohead o A Rush of Blood to the Head de Coldplay… Trabajos escuchados hasta hoy, seduciendo a nuevos públicos, como las inagotables canciones de Burt Bacharach, del estilo de I Say a Little Prayer cantada por Aretha Franklin o Dionne Warwick, cuyo refinamiento armónico aún conmueve más allá de las modas. Tal como en Francia marcaron esa época Serge Gainsbourg, Francis Lai, Charles Aznavour, Jane Birkin o Barbara…
Estas obras no fueron pensadas ni creadas para y por el algoritmo, sino para el oído interior, para la memoria, para la historia. Marcaron generaciones no por viralidad, sino por su capacidad de inscribir afecto y pensamiento en quienes las escuchaban.
Hoy, esa posibilidad está en riesgo. El ángel del feed no escucha música; solo consume audio. No contempla una obra; reproduce fragmentos. No diferencia una canción de otra; las consume casi todas como ruido de fondo.
Frente a esta deriva, el desafío no es adaptarse más rápido, sino resistir más profundo. Volver a oír, a leer, a mirar sin apuro. Volver a jerarquizar con sentido. Volver a componer sin urgencia de gustar, porque si todo se vuelve reemplazable, entonces nada tiene valor. Y sin valor, la sociedad se transforma en un loop de desapariciones entretenidas y vistosas…
Mientras tanto, el pensamiento, como la buena música, necesita al menos algo de silencio para durar, para trascender, para seguir construyendo humanidad.
El oficio de ‘influencer’ es menos glamoroso de lo que aparenta
En este artículo, Steven Bass explora el fenómeno de los influencers digitales y su papel central en el marketing contemporáneo. Desde la diversidad de sus fuentes de ingreso hasta los desafíos que enfrentan ante la saturación del mercado y los constantes cambios en las redes sociales, sostiene que los influencers han transformado el modo en que las marcas interactúan con su audiencia. Desde los macroinfluencers, con cientos de miles de seguidores, hasta los microinfluencers, con audiencias más modestas pero altamente focalizadas.
En torno a ellos, surgen muchas cuestiones: ¿De qué viven? ¿Es un oficio tan lucrativo como se cree? ¿Existe un riesgo latente de saturación del mercado, que pudiese llevar a un eventual pinchazo en la burbuja de la influencia digital?

Finanzas de “influencers”
Cuando hablamos de marketing de influencers, me gusta explicar a mis alumnos que en realidad no es algo tan novedoso como parece: los influencers están haciendo publicidad y las empresas llevan haciendo campañas publicitarias toda la vida.
Es importante entender cuáles son las fuentes de ingresos de un influencer. Aunque la percepción común podría ser que su vida profesional gira en torno a la obtención de me gustas y seguidores, la realidad financiera es mucho más compleja.
Los ingresos pueden provenir de patrocinios y colaboraciones, de la publicidad en redes, del marketing de afiliados (por el que se cobra una comisión por la venta a través de redes de productos de terceros), los eventos y apariciones públicas, la venta de productos o servicios propios, las donaciones de seguidores, los programas de membresía y suscripciones, la monetización de contenidos o los cursos y consultorías.
Estos ingresos pueden variar según el nicho del influencer, las redes sociales que utilice y su nivel de influencia. Un nivel que se mide, además de por el número de seguidores, por cuestiones como la confianza y credibilidad que genera o la calidad y cantidad de sus contenidos.
Publicidad en las redes
La publicidad es una gran fuente de ingresos para los creadores de contenido. A medida que sus seguidores aumentan, las marcas buscan asociarse con ellos para promocionar productos o servicios. Este modelo de negocio puede ser muy lucrativo para los macroinfluencers, quienes pueden recibir sumas considerables por una sola publicación patrocinada.
Sin embargo, para los microinfluencers la clave radica en la especialización. Aunque sus audiencias sean más pequeñas, al tener una estrecha conexión con personas con sus mismos intereses, pueden resultar muy atractivos para marcas que buscan llegar a segmentos de mercado específicos.

El valor de un “influencer”
Para determinar la tarifa de un influencer se puede realizar un análisis basado en sus métricas, entre ellas:
- Tipo de audiencia (personas reales, otros influencers, medios de comunicación, posibles bots).
- Datos demográficos de sus seguidores: edad, género, lugares desde donde se conectan.
- Tasa de compromiso (engagement): esta métrica mide el número total de interacciones que recibe una cuenta o un post en relación con el número de seguidores.
- Tasa de crecimiento de seguidores.
- Índice de calidad de la audiencia: se mide si son seguidores reales y, por tanto, es probable que interactúen con la marca.
- Calidad de las interacciones (me gustas, emojis, comentarios positivos o negativos).
Tras esa parte más cuantitativa viene un análisis más cualitativo:
- Alineación con la marca, es decir, el grado de compatibilidad entre la marca personal de un influencer y los valores, la misión y el público objetivo de una marca.
- Calidad del contenido: los contenidos convincentes, atractivos y veraces creados por un influencer pueden influir enormemente en el éxito de una campaña apoyada en su imagen.
- Cercanía: un influencer que ha creado una sensación de familiaridad y confianza con su audiencia logrará que sus recomendaciones sean más persuasivas.
Para que una empresa o marca se plantee una campaña con un influencer deberá tomar en cuenta los aspectos cuantitativos y cualitativos en su análisis. Es posible encontrarse con situaciones en las que un influencer tenga una gran base de seguidores y métricas cuantitativas sólidas pero que no tenga ninguna conexión con su marca, no esté alineado con sus valores o su audiencia objetivo no coincida con la del anunciante. En estos casos, la estrategia de marketing no sería efectiva.
Pequeños y efectivos
Las colaboraciones con microinfluencers son efectivas y las marcas las usan cada vez más. Estos creadores de contenido para comunidades comparativamente pequeñas impactan de manera positiva en su público objetivo y suelen tener altas tasas de interacciones con sus seguidores (engagement).
Además, trabajar con microinfluencers facilita a las marcas la segmentación de mercado y llegar a su público objetivo de manera más efectiva.
En contraste, los macroinfluencers, con un público más extenso, son muy efectivos en el proceso de construcción de la marca o branding (identidad de marca, posicionamiento), ya que suelen tener un alcance muy significativo.
Es esencial destacar que en el marketing no se pueden establecer reglas rígidas e inamovibles. Dependiendo de los objetivos estratégicos de la empresa se puede optar por diferentes tipos de influencers, o incluso una combinación de todos ellos.
Aumenta la oferta de “influencers”
La creciente popularidad del oficio ha llevado a miles de personas a buscar el reconocimiento digital como fuente de ingresos: la competencia se ha intensificado y captar la atención de marcas y seguidores se vuelve cada vez más complicado.
Esto plantea la cuestión de si el mercado de influencers está llegando a un punto de saturación y si la demanda de este tipo de marketing podría disminuir a medida que la oferta de influencers sigue creciendo.
El riesgo de saturación se agudiza por la falta de transparencia: la compra de seguidores y la participación en prácticas engañosas para inflar su influencia puede dificultar a las marcas identificar a los verdaderos influencers y evaluar los beneficios de su inversión.
Sujetos al algoritmo
La constante evolución de las plataformas de redes sociales introduce incertidumbre en el panorama de los influencers. Algoritmos cambiantes y actualizaciones imprevistas pueden alterar significativamente la visibilidad de un influencer, afectando directamente a su popularidad y sus ingresos.
También la dependencia de las plataformas aumenta el riesgo de pérdida de relevancia de los influencers cuando una nueva plataforma supera en popularidad a la anterior. En los últimos dos años, por ejemplo, se ha visto la eclosión de TikTok y cómo las plataformas anteriores han intentado copiar la clave de su éxito: los vídeos cortos (15 segundos).
Más allá de las redes
Aunque el oficio de influencer puede ser muy lucrativo no está exento de riesgos. De ahí que muchos creadores de contenido se vean en la necesidad de diversificar sus fuentes de ingresos y construir una marca personal sólida, que trascienda las plataformas específicas.
Para una marca o empresa es rentable invertir en el marketing de influencers siempre y cuando compartan los mismos valores y se dirijan al mismo público objetivo. No puede perder de vista que debe cumplir con los objetivos estratégicos del plan de marketing de la empresa y controlar que la inversión en el marketing de influencers obtiene resultados midiendo el ROI o retorno de la inversión. Queda pendiente ver si el boom de los influencers es sostenible a largo plazo.





