Vivimos tiempos en los que la humanidad parece haber olvidado su lugar en el tejido mayor de la vida. No es casual: el ego hipertrofiado, el miedo instalado como norma y la identidad víctima sostenida como escudo emocional, son expresiones de un desarraigo profundo. Desarraigo del cuerpo, de la Tierra y del alma colectiva. Por eso, cuando hablamos de desarticular estos patrones, no estamos hablando solo de cambio psicológico, sino de regeneración del vínculo: con la naturaleza, con el otro y con nuestra dimensión más profunda.
Desde la mirada de la Ecosanación, el síntoma individual es también un mensaje del ecosistema. La ansiedad, la separación, el juicio o la rigidez emocional no son solo desafíos personales: son la forma en que la psique expresa el quiebre con los ritmos naturales. Nos desconectamos del pulso de la Tierra y, como decía Claudio Naranjo, nos convertimos en “una civilización huérfana de lo esencial”.
La psiquiatría moderna ya reconoce el impacto de los vínculos en la salud mental. Pero ir más allá implica trascender el modelo clínico para reconocer que la comunidad también cura. La soledad no se sana con medicamentos, sino con presencia segura. El trauma no se libera solo con análisis, sino con respiración compartida, abrazo verdadero y silencios sostenidos en red.
Aquí es donde emergen los dispositivos pedagógicos regenerativos. Aquellos que no enseñan desde el intelecto aislado, sino que activan la memoria somática, ancestral y espiritual. En un círculo de palabra, en una constelación territorial, en un teatro que revela los hilos invisibles de la opresión, algo del alma colectiva empieza a recordar.
Recordar que somos parte. Que somos cuerpo, historia, río y raíz. Que el ego no necesita aniquilarse, sino encontrar su lugar al servicio. Que el miedo no se combate, sino que se abraza hasta que se disuelve. Que la víctima, cuando es escuchada en profundidad, se transforma en guardiana del futuro.
Habitar el concepto comunidad no es aprender un concepto, es renacer como organismo colectivo. Y eso no se fuerza, se facilita. Como en la naturaleza, donde el colibrí no necesita permiso para polinizar, sino un entorno fértil donde hacerlo.
Tal vez ese sea el nuevo rol de la educación consciente: crear climas emocionales y espirituales donde la vida quiera florecer nuevamente.
Anahí Fleck
Magister en Neuropsicología.
0376-154-385152








